n plena mancha urbana de Acayucan, en
el fondo y a la derecha del fraccionamiento que originalmente fue bautizado con
el nombre de Las Arboledas se ubica un vestigio arqueológico que es conocido con
el mismo sustantivo. La entrada tanto al primero como al segundo se encuentra a
la izquierda de la avenida Melchor Ocampo norte, frente a la parroquia Virgen
de Guadalupe. Antes de 1993, año en que se inició ese fraccionamiento, el
espacio en su totalidad era una vieja finca antaño propiedad de don Toribio
Moreno Mendoza, últimamente de sus descendientes y cuidada por don Juan Reyes, casi
rodeada de otras. Todavía en la actualidad, en el 2012, la superficie continúa delimitada
en la misma forma: al occidente la acotan las fincas del extinto don Agapito
Ventura y de los Valentines; al norte,
un extenso potrero y más allá la unidad habitacional Rincón del Bosque; al
oriente, un área baldía, la avenida Ocampo que por allí finaliza y la colonia
Morelos; y al sur, la parte que se dirige al centro de la población. Hoy, el
sitio se ve abandonado. En los primeros años de haberse expropiado y
delimitado, al fundarse el fraccionamiento, la misma gente del rumbo lo despojó
de su alambrado. Gracias al importamadrismo
del Honorable Ayuntamiento, que tiene la obligación de vigilar y proteger sus áreas
arqueológicas, monumentos arquitectónicos, escultóricos y lugares históricos, ese
sitio al parecer se halla invadido “ilegal o legalmente” en algunas partes. Para
verificar lo anterior, es imprescindible y urgente que el Instituto Nacional de
Antropología e Historia (INAH) intervenga y basándose en el plano original vuelva a demarcar el sitio, pero recuperando sus espacios invadidos. En una época yo acostumbraba acudir esporádicamente al asentamiento
primitivo y recorrerlo para enterarme mejor de su estructura (montículos de
tierra que forman una plaza principal y otras muy pequeñas), pero, sobre todo, con
la esperanza de oír lo que los vecinos referían de él, que por lo general no
era gran cosa. Un atardecer de 1995 en que regresaba de una de esas excursiones,
ya para salir de Las Arboledas, me topé con un jovencito al que hice plática y que
dijo llamarse Víctor Manuel, vecino del vestigio, quien, para sorpresa mía, se
soltó sin más a relatarme algunas consejas que había venido oyendo concerniente
a esa zona:
—Por aquí se cuenta -empezó-
que desde viejos tiempos bajo la sombra de un frondoso árbol de mango criollo que
está junto a uno de los “cerritos” espantan, pues en sus ramas colgaron a
muchos hombres en la revolución. Un señor al que una vez asustaron en ese lugar
platicó: “Repentinamente empezó un fuerte viento, era tan fuerte que sacudía
las ramas del árbol y hasta sus mangos caían; pero esto sólo acontecía en ese redondel.
Entonces salí corriendo aterrorizado”.
“Las leñadoras y
leñadores que acudían por ese rumbo, cuando todavía era finca, en diferentes
ocasiones encontraron a varios niños
y niñas, vestidos normalmente, que se
columpiaban en los bejucos y en las ramas de un grueso y alto árbol del vestigio,
como si fueran monos. Eran chanequitos y chanequitas. ¡Porque no podían ser
niños!
“En los “cerritos”,
antes de que construyeran la unidad habitacional junto a ellos, por las noches
se veían las bolas de lumbre. Un cazador de conejos, una noche, fue correteado
por una de ellas. Otros miraban y siguen viendo que en ese terreno de pronto se
alza desde el suelo una extraña luz.
“También
se ven apariciones sobrenaturales. Es verdad -me dijo el jovencito, quizá al
notar la incredulidad en mi rostro-; mi papá [omitió el nombre] un atardecer
salió al baño que está al fondo del patio, y frente a la puerta de éste vio que
pasó caminando mi hermanito menor, y lo reprendió: “—¡Qué andas haciendo acá”,
pero el niño no le contestó y continuó de largo rumbo al monte. Entonces mi
papá comprendió que no era él. ¡Mi hermanito, en ese momento, se encontraba
jugando con nosotros adentro de nuestra casa! La aparición no había sido otra cosa que un duende o un chaneque.
“Una
noche, en la calle Ocampo, junto a la entrada de la unidad habitacional, un
vecino miró a un hombre sin cabeza.
El vecino ingresó espeluznado en su casa y en aquel instante un árbol de su
patio empezó a sacudirse. ¡El espectro seguramente era el diablo!
“En
otra ocasión, mi papá, antes de que yo naciera, se hallaba emborrachándose en
una casa al final de la calle Melchor Ocampo, donde en esos años vivía. Al
anochecer, se presentó ante él un extraño hombre, que tenía las orejas largas y
puntiagudas, y le pidió que le invitara unos tragos y empezaron a ingerir
juntos caguamas. En un momento dado
el extraño le manifestó que iría a orinar y salió, pero éste se perdió internándose
en la oscuridad, a pesar de que mi papá lo espiara. Ya no regresó. ¿Quién
era?”...
Todo
esto me fue relatado por aquel jovencito, que parecía tener una edad aproximada
a los 13 años, delgado y de apariencia ordinaria, luego de lo cual se escurrió
por la calle Ocampo, con dirección al norte, y se confundió en la incipiente noche.
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