Reginaldo
Canseco Pérez
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UN SITIO HISTÓRICO
n Temoyo estaban los principales veneros en donde el pueblo
de Acayucan se abastecía de agua, desde tiempos inmemoriales.
Las mujeres y los hombres que
pertenecen a las viejas generaciones de nativos que tuvieron la dicha de
conocer la última etapa de esplendor de este legendario espacio, transcurrida
en la primera mitad del siglo XX, nos han venido contando a través de muchas
décadas asombrosas y maravillosas historias sobre él.
No obstante lo anterior, las nuevas
generaciones como el pueblo en general —incluyendo a sus propias autoridades
municipales— ignoran completamente su historia y, por tanto, qué significa este
sitio para Acayucan.
He aquí un poco de su historia,
cuando menos para que no se olvide cómo era Temoyo, y quede guardado un poco de
su recuerdo. Escribo el presente texto, ahora, en el 2012, ya en pleno siglo
XXI.
Temoyo se halla en el añejo barrio
San Diego, en la parte suroeste de la localidad.
Este lugar, como tal, es el más antiguo
de Acayucan. Tan antiguo es que sus orígenes se pierden en el pasado más
remoto. Pero Temoyo ya estaba antes de que lo nombraran Temoyo.
No hace muchas décadas, entre los
más viejos acayuqueños había la certidumbre de que esos manantiales ya se encontraban
ahí cuando fue fundado nuestro pueblo.
Acayucan tiene origen prehispánico.
Cuando los aborígenes de esa época, en su migración, descubrieron con asombro y
temor esta franja de manantiales que después fue llamada Temoyo, bebieron
ansiosos de sus aguas para mitigar la sed y, al hacerlo, por obra de un
prodigio, sólo por un prodigio, ya no se fueron de aquí, se quedaron, y los que
se fueron regresaron. Éste fue el principio de la fundación de Acayucan.
Los naturales en sus largas y
dilatadas peregrinaciones andaban en busca de los medios para subsistir, como
eran el agua, la caza, la pesca, y las tierras fértiles para su cultivo. Aquí
encontraron todo eso en abundancia. Como una tierra prometida.
Temoyo era entonces una gran zona
que contenía numerosos nacimientos de agua. Pero esos milagros a flor de tierra
brotaban ahí por doquier porque aquel era un lugar propiciatorio, un encanto. Un lugar que manaba agua y, desde entonces, también leyendas, mitos e identidad para esos primeros
pobladores.
Temoyo se halla en una topografía
que tiene magia. Queda asentado en el fondo de una cañada. Proviene ondulando
del sureste, acompañada de un antiguo arroyo; atraviesa Temoyo y después se
dirige pendiente abajo al noroeste. Como huella de serpiente gigantesca,
emplumada de tan vieja. En cuanto al arroyo, allá abajo, al cruzar el camino
viejo de San Juan (hoy avenida Miguel Hidalgo), toma el nombre de arroyo
Atiopan.
En la antigüedad la cañada era mucho
más honda y amplia que como la vemos en la actualidad, y la naturaleza se
hallaba en toda su exuberancia. La flora y la fauna se multiplicaban
desaforadamente. Temoyo era una selva y un hábitat. Como si todo esto fuera
poco, Temoyo se localiza en un territorio de ricos mantos acuíferos. |
Los tres pocitos (manantiales) de Temoyo. Fuente: Acayucan Cuna de la Revolución 1906 - 2006
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En 1522, cuando los españoles
llegaron a fundar la villa del Espíritu Santo, hoy Coatzacoalcos, Acayucan ya
estaba, como otros tantos pueblos de sus alrededores, asentado en el mismo
lugar que hoy ocupa. En esa época seguía sobreviviendo gracias a sus
manantiales, particularmente por los de Temoyo.
En el siglo XX, el pueblo de
Acayucan aún continuaba abasteciéndose de agua principalmente en Temoyo.
Todavía en los 40, acudían hasta ahí los aguadores llevando sus burros,
caballos, mulas o yeguas para llenar sus latas en los chorros de la fuente (los
relatores más antiguos no recuerdan más allá de la primera y segunda década de
ese siglo, en que ya estaba esa fuente). Las latas que ocupaban ellos eran
cuadradas con una pequeña «boca», llamadas «alcoholeras» porque en ellas
llegaba el alcohol a las tiendas principales. Una vez llenas, las tapaban y
cargaban dos a cada costado del animal, acomodándolas en las angarillas (cajas
de madera, apropiadas para ello), e iban a vender esa agua al pueblo.
Acostumbraban salir con su carga de Temoyo por la parte baja, o sea: hoy, por
la Belisario Domínguez; subían por la Porvenir, y por la Hilario C. Salas
arribaban al mercado municipal y el centro. Otras veces, abandonaban Temoyo por
la parte alta, o sea: hoy, por la Juan Álvarez, Hilario C. Salas, Manuel de la
Peña (en el barrio Cruz Verde), bajaban por la Pedro Carvajal, llegaban a la
Benito Barriovero y por Nicolás Bravo o por la Ignacio Zaragoza entraban al
centro del pueblo, junto al parque y el palacio. Así evitaban pasar por el
puente de ladrillo que había en el barranco de la Bravo, que era angosto, alto
y peligroso. El puente dicho se hallaba entre las calles Zapata y Benito
Barriovero. Sin embargo, algunos, que no querían rodear, se arriesgaban a pasar
por ahí arreando sus bestias o montados en ellas. Así me relataron Manuel Reyes
Aguilando, Pedrito Garibay Blanco, que vendió agua de Temoyo en burro por 1938;
y Petra Castillo Culebro, nacida en 1932; entre otros. El pueblo era chico.
Vendían las latas de agua en el mercado, de casa en casa, en las refresquerías,
en otros negocios o en las fiestas del pueblo.
En la feria de san Martín Obispo, el
santo patrono, ¡cómo acarreaban los burreros agua de Temoyo para vendérsela a
los puesteros! Allí hacían su agosto.
En 1937 una lata llena costaba 20
centavos. La carga (cuatro latas), 80 centavos.
Las mujeres ocupaban para acarrear
agua de la fuente, a sus hogares, cántaros; pero también latas «alcoholeras» o
«de galletas», o cubetitas de lámina. Sentaban el recipiente elegido en la
cabeza, amortiguando el peso con un yagual (rosca de trapo). En el caso de que
la muchacha no llevara yagual, cargaba con delicadeza el cántaro rojizo, lleno,
sobre un hombro, en tanto lo sostenía con una mano. Doña Petra Castillo, da su
testimonio al respecto: «Yo acarreaba agua con lata “alcoholera” o “de
galletas”, cuadradas. La lata llena primero era sentada en el borde del tanque
y luego la alzaban con las palmas de las manos y se la colocaban sobre la
cabeza, amortiguada con yagual. Otras veces, con un cántaro en la cabeza
asentado en yagual, y una cubetita en la mano, en puro equilibrio, sin sostener
el cántaro con la otra mano».
«Los hombres, para esa labor,
utilizaban dos latas y un palo. Colgaban las latas, llenas, en los extremos de
éste, el cual atravesaban sobre sus hombros. Así las cargaban. O las
transportaban en sus asnos, como hacían los aguadores», evocan Anastasio
Morales Tolentino, nacido en 1927; Petra Castillo, Juan Baruch Alfonso, nacido
en 1925; Gilberto Santos Sánchez, nacido en 1928, Antonio Milagro Reyes, nacido
en 1887, y Pedrito Garibay.
En el pueblo había norias o pozos, y
otros manantiales; pero el agua que proporcionaban no le llegaba en calidad al
agua de Temoyo. El agua de éste era delgada, limpia, fría, dulce, sabrosa… no
había otra como esa; todo mundo en Acayucan prefería el agua de Temoyo; hubo
hasta fábricas de gaseosas que ocupaban para elaborar sus productos esa agua.
Una, llamada La Favorita, propiedad
de Esteban Montiel Argüelles, se hallaba establecida a mediados de los 30 en la
calle Juan de la Luz Enríquez, entre Miguel Hidalgo y Guerrero, cerca de la
última. Por el 46 fue vendida a Ricardo Pavón, y trasladada a la calle
Guadalupe Victoria, precisamente al lado del cine Victoria, frente al parque,
con el mismo nombre: La Favorita. Los empresarios, en ambos casos, tenían
empleados que con tres burros iban y venían trayéndoles el agua de Temoyo para
elaborar con ella las gaseosas… La primera de estas fábricas en Acayucan, que
por supuesto también ocupaba para ello agua de Temoyo, estaba ya en 1928, en la
calle Moctezuma, entre la Hidalgo y la Guerrero. «Cuando llegó la planta de luz
en ese año la instalaron al lado de la primera, que ya estaba ahí hacía tiempo.
El dueño de los dos negocios era el ingeniero alemán Leopoldo Baquerié. Pero no
demoraron mucho tiempo en sus manos, porque tuvo que huir del pueblo de noche y
a escondidas por problemas al parecer políticos», contaba don Aniceto Culebro
Hipólito, nacido en 1904, y quien trabajó en la planta de luz en 1928.
La fuente estaba erigida en el fondo
de la cañada, casi en medio de la explanada, un poco al norte del arroyo que
cruza por ahí de sureste al noroeste.
La «Bomba», como también le llamaban
a la fuente, semejaba una cúpula circular, con un rodete en la parte inferior;
ahí tenía cuatro tubitos, que nombraban «cachitos», que apuntaban al norte, al
sur, al oriente y al occidente, por donde brotaban los chorros inagotables del
preciado y vital líquido. Todo esto sobre un depósito cuadrado, parcialmente
enterrado.
La fuente tenía un tanque adjunto,
por el lado oeste. Éste era rectangular, y medía aproximadamente dos metros de
largo por uno de ancho, por uno de hondo. Con lo largo al poniente. Todo el
conjunto, fuente y tanque, era de ladrillo y repello.
El chorro del tubito oeste de la
fuente caía en el aljibe, que siempre estaba rebosante. Los otros chorros se
precipitaban al pie de la «Bomba». Ahí, con éstos y con el agua que se
desparramaba del tanque, se formaba una corrientita que iba a juntarse con el
arroyo que atraviesa la explanada. Alrededor de la fuente y el aljibe era pura
arenilla, y no se hacía lodo.
La fuente era alimentada con las
aguas de los pocitos de Temoyo, que estaban ubicados en la parte sur de la
explanada, en lo bajo, al pie de la Loma de Temoyo, hoy al otro lado de la
calle Juan Álvarez. Eran tres pocitos, cuadrados, de ladrillo y repello, de
tres metros de hondo. Dos tenían tapa y uno no (en aquel entonces). Los dos
primeros estaban comunicados entre sí, en el fondo, por un tubo de fierro. De
uno de ellos partía, un poco al noreste, un tubo de fierro, grueso, que cruzaba
por debajo de la corriente el arroyo que divide en dos la planicie, y en el
otro lado, al oriente de la fuente, se conectaba a un primer depósito, cuadrado
y cerrado; de aquí salía otro tubo al poniente a un segundo depósito, asimismo
cuadrado y sellado; de éste último depósito, continuaba otro tubo también al
oeste y a pocos metros se conectaba a la fuente, que se hallaba en la parte más
baja. De esta manera es como llegaba a la «Bomba», por gravedad,
ingeniosamente, el agua de los pocitos de Temoyo; y, finalmente, se escapaba en
chorros por los cuatro «cachitos» de la fuente. «No ves que están sellados esos
pocitos. ¿Adónde iba a ir esa agua? ¡Tenía que salir a fuerza por los tubitos
de la “Bomba”!», exclama doña Esperanza Joaquín Gómez, nacida en 1928. Todo lo
dicho aquí, en cuanto a la fuente y los pocitos, aparte de doña Esperanza
también lo recuerdan colectivamente doña Petra Castillo, don Tacho Morales,
doña Gregoria Espronceda Ramírez, nacida en 1924; y Manuel Castillo Culebro y
Cupertino López Suriano.
En la tradición oral, entre los más
viejos, he hallado un curioso relato que afirma que el jefe político del
entonces cantón de Acayucan, el ingeniero Ángel J. Andonegui, en 1908, año en
que estuvo aquí, fue el que mandó construir esa fuente con todo y aljibe y esos
pocitos, para acondicionar de esta manera los principales ojos de agua de
Temoyo. Esto es lo que contaban don Pedro R. Ramón Ortiz, nacido en el año del
ciclón (1888); Tereso Reyes Morales, nacido en 1902; y Cleofas Cárdenas Mayo y
Marjorie Reyes Daciano. En la actualidad, Juan Flores Damián es el que trae a
colación lo anterior, de acuerdo a como se lo dejó platicado su mamá, doña
Carmen Damián Ramírez, nacida el 16 de julio de 1887. Sin embargo, en esta
última versión existe una diferencia: aquí asegura el relator que Andonegui
hizo los pocitos y la fuente, pero no el tanque, el cual le fue agregado a la
fuente más tarde. |
Vista parcial de Temoyo. Tomado de Acayucan Cuna de la Revolución 1906 - 2006
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Temoyo era una fiesta. Todo el día,
mañana y tarde se arremolinaba la gente alrededor de la «Bomba» para llenar sus
cántaros, latas o cubetas en los chorros y acarrear agua a sus hogares.
Temoyo es un espacio en donde hay
mucha agua subterránea. En aquellos tiempos en toda su superficie abundaban los
nacimientos de agua, y en las partes bajas era pantanoso, como sigue siéndolo
hoy. «Había en la explanada varios ojos de agua», me dice don Anastasio Morales
Tolentino. Doña Esperanza Joaquín evoca: «Cuando yo era niña, alrededor de
Temoyo había pocas casas. Eran puros caminitos para llegar a Temoyo. Todo era
puro barranco y “aguachal”». En
Temoyo, por la ahora calle Hilario C. Salas, había ceibas. Al margen de su
arroyo había ceibas, mango manila, y apompos… «¡Temoyo era un encanto de agua!», me dijo don Manuel
Castillo Culebro, nacido en 1920.
Aparte, algunos vecinos improvisaban
pocitos colectivos. Había tres de éstos al oriente de la Loma de Temoyo, al pie
de la falda; hoy en el espacio que hay entre las calles Juan Álvarez y Francisco
I. Madero. Me aclara doña Esperanza Joaquín: «Un pocito era de doña Micaela; el
otro, de don Chico Espronceda y el último era de don Margarito. El de éste se
hallaba próximo al camino de Sayula. La calle Hilario C. Salas era el camino de
Sayula. Ahí acudían a bañarse tanto hombres como mujeres; había hora. También
llegaban a lavar ropa algunas mujeres ahí; llevaban sus bateas». Pero también
había otros pocitos colectivos, «de agarrar agua con la mano», al poniente de
la planicie, hoy por las calles Belisario Domínguez y Manuel de la Peña, al
otro lado del arroyo, cuentan diversos informantes.
Muchas mujeres acudían a lavar ropa
en Temoyo. Los lavaderos estaban apartados de la fuente, hacia abajo de la
explanada, al noroeste, a un lado de la corrientita de la fuente. Las mujeres
traían sus bateas de nacaste o de cedro, redondas o cuadradas, con su ropa
sucia, en la cabeza, sentadas en yagual, y las instalaban bajo la sombra de las
enramadas o toldos sobre tres estacas y otra para recargar. Había como diez
enramadas. Las hacían de palos y palma que sus maridos acarreaban de las
milpas. Las viejitas decían: «Ya hice mi garachita». Ellas, para lavar, con
cubetitas de lámina, acarreaban agua del tanque a su enramada y llenaban sus
cubos de latas al pie de la batea. Ponían su tendedero allí mismo, y con el
viento la ropa colgada se azotaba fuerte y sonaba bonito. Las mujeres que
llegaban a lavar allí, vivían cerca de Temoyo o venían del centro del pueblo;
ente ellas, las lavanderas (las que lavaban ajeno). Algunas de las señoras que
acudían a lavar en ese lugar eran: Filomena, Joaquina Fernández, Juana,
Norberta Reyes, Romana, Enedina Suriano Caballero, Eufrasia, Rufina Suriano,
Lilia, Natividad Urbano Juárez y Micaela Martínez Hernández... Ahí mismo se bañaban.
Algunas se bañaban al pie de sus enramadas, sólo con camisón largo de manta.
Otras en un dos por tres improvisaban sus baños: en derredor de estacas que ya
estaban, tapaban con colchas o sábanas de manta, y entonces se bañaban allí
ellas o sus maridos. Pero había algunas que tenían sus baños de palma. Todo
esto es lo que me contaron Elías Acosta Urbano, nacido en 1921; Leonardo
Joaquín Antonio, nacido en 1923; Pedro Garibay Blanco, Cupertino López Suriano,
Humildad Espronceda, nacida en 1936; Petra Castillo Culebro, nacida en 1932, y
Gilberto Santos Sánchez, nacido en 1928.
Al oeste, a poca distancia de la
fuente, había un árbol de jaboncillo, también llamado chololo. Y en dirección
contraria, al este, estaba un árbol de ‘ubero’. El fruto y las hojas del
jaboncillo eran usados para lavar ya de antiguo. Destripaban las bolitas que
eran jabonosas, tallaban la ropa con las hojas y la misma cáscara deshecha del
fruto. Así se ahorraban un poco del jabón de las tiendas.
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Temoyo, un lugar encantado
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Los muchachos enamoraban a las
muchachas que acudían por agua a la fuente de Temoyo. En las raíces salientes y
retorcidas del ubero, entre los huecos de la tierra, se acomodaban y sentaban a
esperarlas. O se encaramaban en las ramas del chololo, para el efecto. En la
loma norte también hacían lo mismo. Cuenta don Tacho Morales: «Llegaban e iban
las muchachas, y ellos las enamoraban. Otros les gritaban:
—¡Déjala flojo!
—¡No le hagas caso, no trabaja!
—¡Échale agua, se acaba de
levantar!»…
Así nacieron numerosos matrimonios.
Un arroyo de aguas límpidas desde
tiempos remotos atravesaba Temoyo, del sureste al noroeste, entre los pocitos y
la fuente, y se alejaba serpenteando al puente de Atiopan. En los 40 todavía
era de aguas limpias. Allí abundaban mojarritas, juilitos, camarones, a veces
cangrejos, pepesquitas y entre todos ellos también tortugas lagarto; había
huecos donde anidaban como diez o quince tortugas, y había hasta lagartos. En
el tanque y en la corrientita que nacía al pie la fuente nadaban también las
pepesquitas. Allí, en Temoyo, bajaban a pescar muchos. Esto es lo que cuentan
Humildad Espronceda, Esperanza Joaquín, Anastasio Morales y Leonardo Joaquín.
Éste me relató: «Mi abuelita paterna, Guadalupe Culebro, me decía: “Mijito,
anda a pescar unos pescaditos”. Iba yo a pescar y mi abuelita me hacía un
caldito sabroso».
Temoyo se halla en el fondo de una
gran hondonada, y, como he dicho ya, lo atraviesa una cañada. Al norte-este se
alza una loma, y al sur-oeste se alza otra loma, pero ésta de mayor altura,
llamada la Loma de Temoyo.
«En las faldas de la loma norte
había paredones de tierra blanca», cuenta don Tacho Morales; «los chamacos que
tenían lombrices de tierra la comían y se hinchaban de la barriga, la cara y
los pies. Ya no podían caminar y se encamaban. Muchos murieron. A algunos les
daban a tomar té de hierbabuena u otros brebajes, o purgante. A las panzonas de
ver eso les daba antojo de esa tierra y sus maridos se la llevaban. Una vez que
daban a luz se les pasaba el antojo. Esa tierra blanca la amasaban y se hacía
chiclosa, y así la comían».
Cupertino López Suriano, dice que en
las faldas de esa loma norte había también tierra violeta encendida y capas de
tierra negra como carbón. «Allí rascaban dos viejitas que hacían cazuelas,
ollas y comales de barro. Una vivía al sureste y la otra al norte de Temoyo.
Juntaban esa tierra y la metían en un morralón tejido de majagua. Éste tenía
dos asas para abrirlo, y un mecapale adaptado. Se echaban la carga a la espalda
y la cargaban con el mecapale». Estas viejecitas, eran originarias de Sayula,
me aclara don Tacho Morales.
En la Loma de Temoyo había puro
barro colorado.
En aquellos tiempos la población
apreciaba en lo que valía el servicio que les proporcionaba Temoyo. Cada ocho o
quince días había tequio (trabajo colectivo y gratuito en una obra de carácter
comunal) para limpiarlo y darle mantenimiento. «Convocaban el jefe de cuartel y
los jefes de manzanas de acuerdo con las autoridades municipales. El cabo uno
de cada orilla de calle pasaba la orden oral de casa en casa, a todos los
vecinos de Temoyo. También ocupaban el tamborcito sobaquero para llamar a
tequio. Chico Garduza, que tenía su domicilio en la calle Hilario C. Salas, al
sur de Temoyo, en los años 40, es el que lo tocaba desde las cinco de la mañana
para estos casos. Un grupo pedía cooperación en los comercios del centro, para
darles de comer a los que hacían el tequio: reunían galletas, chiles, sardinas,
gaseosas…», me contó don Félix, un vecino que vivía en la loma norte. «Acudían
con machetes y tumbaban todo el monte. Participaba mucha gente de alrededor y
del centro, que se enteraba porque en el pueblo había un “palo que habla”.
Lavaban el estanque, taponaban los tubitos de la fuente, los “cachitos”, y
cuando los destapaban el agua que se había revuelto con la presión brotaba con
limo y finalmente otra vez limpia». Esto platica doña Humildad Espronceda.
Teófilo Prieto, albañil, limpiaba los depósitos que estaban al oriente de la
fuente. Eran dos depósitos. Él se metía en ellos, los limpiaba y hasta les
sacaba camarones blancos y se los llevaba a su casa, relata don Anastasio
Morales.
En 1947, la «Bola», como también
nombraban a la fuente, empezaba a quedar enterrada, dice don Tacho Morales.
Agrega: «Por el lado de la loma norte como por el lado de la sur, eran
paredones casi verticales; la explanada de Temoyo, donde se hallaba la “Bomba”,
era honda, mucho más que ahora. La erosión de las lomas fue rellenando el fondo
y empezó a sepultar la fuente».
Pero esto fue a causa principalmente
de que el pueblo abandonó la costumbre del tequio y por ello ya no limpiaron ni
le dieron mantenimiento a Temoyo. Lo anterior coincide con la entrada del
alemanismo en Acayucan (1946-1952). En esta etapa por órdenes del presidente de
la República Miguel Alemán Valdez aquí se llevaron a cabo numerosas obras
públicas, como las carreteras, hospital, escuela primaria, drenajes,
reconstrucción del mercado, remodelación del parque, la primera línea de agua
entubada…, y con las carreteras y el trabajo que abundaba llegó mucha gente
fuereña que se avecindó aquí; con todo esto el pueblo entró de lleno en la
‘modernidad’ y las costumbres de los acayuqueños cambiaron. En esos años la
población alrededor de Temoyo creció notablemente y con ella, la
desforestación. Entre los 50 y los 60, el arroyo antaño de aguas cristalinas
que atraviesa Temoyo se convirtió en corrientes de aguas negras. Para
completar, muchos vecinos habían sembrado zacatales desde años atrás en la
parte noroeste de la explanada, que es la más baja, para vender y para
alimentar a sus propias bestias. Con estos zacatales y el monte la tierra que
bajaba de las lomas se fue acumulando con más rapidez que de ordinario y la
«Media Naranja», como también le llamaban a la fuente, y la pileta, pronto
quedaron enterradas por completo, lo que sucedió a principios de los 60. Hoy
allí yacen, a más de nueve metros bajo tierra, sepultados.
Antes de que la fuente original y el
estanque quedaran sepultados por completo fue hecha una segunda fuente —ésta
cuadrada, también con cuatro tubitos, por donde brotaba el agua que igualmente
venía de los pocitos (manantiales) de Temoyo, por medio del mismo tubo de
fierro. Doña Esperanza Joaquín Gómez y sus hijas Carmen y María Luisa López,
que conocieron también esta última fuente, me relatan: «Ahí íbamos a traer agua.
Tenía cuatro tubitos, pero el de la cara poniente era el único que daba el
chorro grueso. Los otros daban muy poca agua. Por ello, hacíamos cola y nos
peleábamos el chorro. Este tubito que daba más agua estaba aplastado, achatado
en el costado superior y en el inferior. Cuando se iba el agua de llave, en la
época en que ya había agua entubada en el pueblo, todos acudían a esta fuente a
proveerse de agua. Pero había familias que de por sí no tenían agua de llave, y
entonces ahí se surtían todos los días de ese líquido». Y agregan: «Dejaron de
agarrar agua de esta segunda fuente en los 80, porque decían que el arroyo de
aguas negras había contaminado ya los pocitos de Temoyo». En 1993 el presidente
municipal Maximiano Figueroa Guillén mandó rellenar y emparejar la explanada
con incontables viajes de tierra, con lo cual la segunda fuente también quedó
enterrada, y tramitó que se hiciera un colector para las aguas negras que
atraviesa ese lugar, mismo que se terminó de construir en 1994.
Ahora bien: todavía a comienzos del
siglo XX Temoyo abarcaba todo su alrededor, el ecosistema y la biodiversidad
que allí se reproducían. No era sólo la explanada y la fuente. En los últimos
tiempos aún Temoyo era mucho más grande, y abarcaba de sur a norte desde el pie
de la loma sur hasta la calle Manuel de la Peña y de este a oeste también era
mucho más amplio. Pero las propias y honorables
autoridades municipales empezaron a vender a particulares, indebidamente,
pedazo tras pedazo de Temoyo. En la parte sur, al pie de la Loma de Temoyo,
vendieron cuatro o cinco solares, y con uno de ellos vendieron los pocitos de
Temoyo, los que surtían de agua a la primera fuente y a la segunda. Todo esto
me informaron en 1981 los viejos vecinos de entonces, quienes mostraron su
indignación por este inaudito y bárbaro hecho, que di a conocer en ese año, en Diario del Sur, en una tan incipiente
como rústica crónica (más rústica que ésta) sobre el tema. En ella dije: que el
o los presidentes municipales en turno «Se burlaron del pueblo, porque ese
lugar es más del pueblo que de ningún otro». Hoy todavía hay muchos vecinos de
Temoyo que dan testimonio de ello. ¿Cuántas barbaridades más falta que se hagan
en perjuicio de este lugar legendario, tradicional e histórico del pueblo?
«Temoyo era del pueblo», me dice
doña Esperanza Joaquín Gómez; «era libre. Era para todo mundo. Temoyo no es de
ahorita. Es antiguo. Era yo chamaca y ya estaba. Nos criamos acarreando agua de
Temoyo. Yo acarreaba agua de la “Bomba” con cántaro o con lata cuadrada. Temoyo
no era de nadie, y era para todos. Todos podían ir a agarrar agua ahí».
Efectivamente, Temoyo por tradición,
a través de siglos, es un espacio libre a los cuatro puntos cardinales, natural
y peatonal, en donde todavía hoy abunda el agua subterránea y donde los vecinos
tienen pozos de poca profundidad. Temoyo era para el pueblo un encanto, un sitio encantado, pues, y aún
así sigue siéndolo para muchos; y como tal, se debe respetar y preservar;
cuidar tanto su topografía como su connotación histórica y mítica, y rescatar
su esencia y sus leyendas. En un verdadero rescate de Temoyo debe tomarse en
consideración todo lo anterior y lo que se haga allí debe, cuando menos,
acercarse a lo que fue Temoyo, por lo que no debería faltar la fuente que nos
recuerde a aquella y el gran servicio que proporcionaba al pueblo, así como
rescatar sus espacios vendidos y sus pocitos (manantiales).
Es lamentable que Temoyo haya
desaparecido, y hoy no quede de él más que el recuerdo, un motivo de evocación,
y una triste explanada, y cada día esté más lejos el tiempo en que era Temoyo.
A continuación presento las principales leyendas que he
recolectado sobre este mítico espacio:
EL NOMBRE
En 1980 oí a algunos
ancianos rememorar que en tiempos pasados creían que Temoyo era un ámbito encantado, por todo lo que se contaba
sobre él y porque se hallaba rodeado de espeso follaje, debido a lo cual
exclamaban: ¡Temo yo!, por el temor
que sentían, sobre todo por las noches, al acudir a ese lugar; aseverando que
de ahí brotó su nombre. Uno de esos ancianos fue don Francisco Antonio Mariano,
nacido en 1902. Hoy, tres décadas y dos años después de haber escuchado
aquello, aún persiste en la memoria de algunos actuales longevos esta tradición
oral, como es el caso de los señores Evaristo Morales Ramírez, nacido en 1927,
y Gilberto Santos Sánchez, nacido en 1928. Así, la leyenda explica a su manera
el origen del nombre de Temoyo; no obstante, en realidad Temoyo deriva de Temoayan,
palabra náhuatl que significa «lugar por donde se baja; bajada, declive,
pendiente».
Temoyo era el lugar encantado por antonomasia de Acayucan.
LA LOMA DE TEMOYO
La loma sur-oeste es
llamada desde la antigüedad la Loma de Temoyo; es la única loma del alrededor
que tiene nombre propio y es la más extensa, elevada y misteriosa. La Loma de
Temoyo empezó a ser poblada allá por 1924. El primero que se atrevió a llegar a fijar su domicilio allí fue don Francisco Esprondeda Palacios. Con los años, los primros vecinos de ese lugar,
entre ellos don Francisco, contaban que antes de que ellos
lo moraran nadie quería vivir allí porque todos en Acayucan lo creían un cerro encantado. Entonces en aquel espacio
había puro monte y bosque. Cuando ellos llegaron a poblarlo sembraron cafetales
y frutales. Esto es lo que me relatan doña Humildad, nacida
en 1936, y doña Gregoria Espronceda Ramírez, nacida en 1924 (en el primer año de haber arribado a vivir en ese lugar su papá, según su propio testimonio), hijas de don Chico.
Consultando hace ya
algunos años a varios relatores ancianos, la mayoría viejos vecinos de Temoyo,
entre los cuales se hallan doña Esperanza Joaquín Gómez, Anastasio Morales
Tolentino, Gilberto Santos Sánchez, Juan Baruch Alfonso, Manuel Reyes
Aguilando, Petra Castillo Culebro y Humildad Espronceda Ramírez, sabemos que
hasta años después de haberse habitado la Loma en ese espacio seguía habiendo
antiguos, enormes y gruesos árboles como los de mango manila, criollo y rosa,
palo colorado, tres lomos, tepecacao, palo de hule, zapotes mamey y domingo,
chancarros y cafetales. Pero desde luego también había animales de aire y de
tierra: loros, pitorreales (los tucanes, conocidos asimismo como picoecanoa), cotorros y zacua (amigo del
pepe); todos éstos comían las semillitas del tepecacao.
Además, abundaban allí
las chachalacas que cantaban en las lomas, las torcazas, los esquibús y las
palomas rabonas, que son del tamaño de una gallina. De idéntica manera se
reproducían en aquel ecosistema los conejos, el venado y el mazate (estos dos
últimos hacia el poniente), el zerete (que es más grande que el conejo, negro y
ceniciento, y con orejas chicas), ardillas, tepescuintles, zorros, iguanas
verdes, tejones, armadillos, jabalíes (que se les veía más retirado), y por las
noches atravesaban los coyotes rumbo al monte de Oluta… «¡Era un aulladero…!»,
me dice, evocándolo, doña Humildad.
Había una parte que
tenían por la cima, a la que nombraban El
Pico de la Loma de Temoyo y se ubicaba en la ahora calle Francisco I.
Madero, a medio tramo entre Belisario Domínguez y Benito Juárez, casi frente al
domicilio de doña Humildad, mi relatora. Punto que, al abrirse la calle e irse
acondicionando, fue rebajado en reiteradas ocasiones.
Don Francisco Espronceda,
su primo hermano Juan Chontal y los otros primeros avecindados en la Loma,
platicaban que allí, en El Pico, en medio del tupido y tenebroso monte, en
punto de las doce del día, cantaba un sobrenatural guajolote y a las doce de la
noche rebuznaba un fantasmagórico burro.
Cuando al fin fue poblada
la Loma, encontraron una carreta añejísima atiborrada de esqueletos humanos,
que posteriormente fueron sepultados en el panteón. Todos supusieron que la
carreta y su macabro contenido habían sido dejados ahí por los rebeldes...
La Loma de Temoyo fue
habitándose paulatinamente. Las primeras casitas de barro y teja o de cercado
de palos y techo de palma quedaron entre el monte, salteadas, pues eran pocos
los primeros pobladores. Ellos fueron: Francisco Espronceda Palacios, Catarino
Culebro, Luis Suriano, Heliodoro Espronceda, Heliodoro Bibiano, Filiberta de
Zárate, Pedro Suriano (hijo de Luis Suriano), Andrés Espronceda, Francisco
Morales, Manuel Espronceda, Juan Chontal y algunos más.
Las bolas de lumbre que
desde los tiempos remotos se miraban allí en la Loma por las noches, que se
alzaban y volaban sobre los grandes y antiguos árboles, continuaron
contemplándose en esa época y hasta muchos años después todavía. Don Manuel
Culebro Cordero, nacido en 1916, siendo joven, fue uno de los vecinos de Temoyo
que veía esas bolas de fuego; en su caso las miraba elevarse por encima de un
enorme árbol de mango manila que estaba en la hoy esquina de Benito Juárez y
Juan Álvarez, cuando todo por ese rumbo era fincas. También había quienes las
miraban, igualmente por las noches, al suroeste de Temoyo, entre las ahora
colonias urbanas Revolución y Los Ramones, por el camino de Ixtmegayo, me
relató don Pedro Ruperto Cruz.
En 1915 Barrionuevo se
hallaba al sureste y distanciado de Temoyo, alrededor del campo de juego de
beisbol, campo donde décadas adelante sería construida la escuela secundaria
federal de Acayucan. Pero Barrionuevo —el último de los barrios surgidos— era
entonces muy pequeño y apartado del núcleo poblacional. Para llegar a él
saliendo del pueblo había que avanzar por vereditas poco pobladas abiertas
entre el verdor y dejar atrás el barrio Cruz Verde y los manantiales de Temoyo.
Barrionuevo aparece mencionado en el libro de actas de cabildos de 1915, que
consulté hace muchos años en el Archivo Histórico de Acayucan.
Desgraciadamente, a mediados del 2011 las autoridades municipales en lugar de
proteger a esta institución la despojaron del espacio que venía ocupando en el
palacio y la hacinaron en un rincón del mismo, totalmente destruida.
En la falda de la Loma de
Temoyo (hoy en el fondo del patio del domicilio de don Anastasio Morales
Tolentino —nacido en 1927— y su esposa Dominga Culebro Antonio, localizado en
la esquina de Belisario Domínguez y Juan Álvarez), en la época en que allí era
monte, de acuerdo con lo que me contaron ellos mismos, había un gigantesco y
ancho árbol de mango manila. La gente aseguraba que a las doce del día los que
se hallaban cerca de ese árbol escuchaban que desde lo más alto y de en medio
de su copa caía un cueramiento (un
montón de cueros) y en seguida como que lo arrastraban, pero cuando acudían
presurosos a verlo, ya era un perro grande y negro.
El diablo vivía en la
Loma de Temoyo, que en parte era monte, en parte mangal y en parte fincas,
incluso cuando ya la habían empezado a poblar. Entraba y salía por el hueco de
un viejo árbol (la tradición no nos aclara qué clase de árbol involucra).
El diablo bajaba por las
noches de la Loma, especialmente en las noches calurosas, y llegaba hasta la
fuente para bañarse al pie de ésta. Muchas veces los vecinos oían que a las
ocho, nueve o doce de la noche alguien se bañaba junto a la «Bomba» (la fuente), pero cuando salían
a ver no había nadie: era la mala hora: el diablo, que se estaba
bañando.
Lo anterior me fue
referido años ha por varias personas sumamente ancianas, entre ellas doña
Esperanza Joaquín Gómez, Ricardo Cruz Rodríguez (don Richi), nacido en 1917, y
Anastasio Morales Tolentino, vecinos veteranos de Temoyo... Empero, los niños
ven lo que a los adultos ya nos está vedado: una vez, cuando don Richi tenía
como 12 años, él y un compañerito —incitados por las mismas consejas que oían
de boca de los mayores— espiaron al diablo cuando se estaba bañando en la
noche; pero el diablo, que también se encuera como el mortal para darse un
baño, se hallaba de esta manera, y los correteó enojado... Don Richi y su
amiguito de juego no sintieron miedo… ¡Al fin niños…!
Don Leonardo Joaquín
Antonio, nacido en 1923, me contó una vivencia singular:
—Cuando yo era jovencito
vivía en la ahora esquina de Manuel de la Peña e Ignacio de la Llave, en la
loma norte de Temoyo… Una noche de julio de 1937 sobrevino un tremendo temblor.
En lo más duro del sismo se oyó que un hombre gritaba aterrado desde la Loma de
Temoyo, entre el monte y los cafetales que había ahí entonces… Se oía: ¡Ayyyyyyyyy! ¡Aaaaaayyyyyyyyyy!
En cuanto pasó la
sacudida, mi tía doña Nicanora Antonio María me dijo que aquel hombre que había
gritado lleno de pánico no era otro que… ¡el diablo! «El diablo» —precisó—,
«chillaba porque estaba espantado por el temblor… ¿No que muy diablo…?; ¡él
también siente el temor de Dios!»…
Otro relator, que sólo
dijo llamarse Valeriano, me confió: «El diablo habitaba en la Loma de Temoyo.
Allí tenía su casa. Los aprendices de brujos acudían a ese lugar a verlo y a
pedirle consejo. Tenía una puerta. Entrando, primero estaba la Virgen del
Carmen, que había que abofetear; después dos víboras, una a cada lado, y por
último un toro negro y bravo que hasta polvo y lumbre levantaba donde golpeaba
con las pezuñas. El diablo se hallaba en el mero fondo. Allí recibía a sus
visitantes. Esto me lo contó un señor que estaba estudiando para brujo»…
«El diablo» —agregó mi
informante— «bajaba de la Loma para pasearse por el pueblo, en el día o en la
noche. Entonces tomaba la apariencia de un hombre cualquiera, de un paisano de
aquí. Lo topaban en la calle, lo saludaban y hasta conversaban con él, y nadie
sospechaba que era el diablo.
Pero hoy el diablo ya no
vive en la Loma de Temoyo. Emigró para Tampico, Tamaulipas. Lo desterró de aquí
un poderoso sacerdote. Fue a la Loma a hacer misa y a exorcizarla; a bendecirla
repetidas veces. Así fue como el diablo se vio obligado a abandonar la Loma de
Temoyo, pero antes les dijo a sus discípulos: “Me voy para Tampico; si me
necesitan, allá me pueden ir a ver”».
A pesar de todo lo
anterior, el diablo no olvida a su amado Temoyo, y de cuando en cuando viene a
visitarlo, para recordar viejos tiempos. Entonces aprovecha el viaje para
recorrer las calles de Acayucan… «Hoy todavía» —me dijo en una ocasión don
Richi—, «en algunas noches se oye la escandalera de los perros que ladran y
aúllan lúgubre y lastimeramente. Cuando aquello sucede es señal de que el
diablo va pasando por este rumbo, por Temoyo. Eso anuncia que algún vecino va a
morir».
En los 40 La Llorona
salía a medianoche del monte por el camino de Ixtmegayo y llegaba hasta la Loma
de Temoyo, por el oeste, merodeándola y sobresaltando a sus habitantes con sus
desgarradores gritos. Así me lo contó doña Humildad Espronceda.
LA FUENTE
A mediados de los 40, los
manantiales de Temoyo aún se hallaban rodeados de monte y montañas. Al norte y
poniente del lugar había algunas fincas y uno que otro jacal. Al noreste tenía
desde tiempos lejanos el barrio Cruz Verde. Temoyo era un encanto. Por eso no se secaba nunca. A cualquier hora del día,
desde el alba hasta el anochecer, las mujeres, los hombres, las muchachas, los
muchachos y los chamacos acudían a la fuente para acarrear agua para sus
hogares. Un vecino de Temoyo me relató que una vez una señora fue por agua a la
fuente, al oscurecer, y cuando estaba llenando el cántaro en uno de los chorros
oyó una diáfana y cantarina voz que brotaba de las entrañas de la fuente y le
hablaba por su nombre:
—¡Doña Jacinta! ¡Doña
Jacinta!
La mujer se asustó y
demudada y sin terminar de llenar el cántaro regresó corriendo a su casa.
En el fondo del área de
Temoyo, por las noches, se veían muchas cosas que ahora nos parecen fabulosas,
pero que entonces se aceptaban reales… A esas horas allí se aparecía un caballo
grande y negro que echaba lumbre por los ojos; una cochina enorme y prieta, de
hocico largo y que tenía chiches tan excesivas que sonaban plap tlap plap tlap
plap y barrían el suelo.
El valiente que cruzaba
por ahí a medianoche podía ver todo eso, me relató doña Humildad Espronceda.
Por su lado, don Leonardo Joaquín Antonio rememoró que cuando era pequeño, por
1930, él y su hermano menor Celedonio acostumbraban sentarse al anochecer junto
a la puerta frontal de su casa, por la loma norte, para ver qué miraban.
Entonces contemplaban que por ahí bajaban a lo hondo de Temoyo la puerca con
las características que he mencionado, y un toro también colosal y oscuro, pero
que allá abajo desaparecían... Don Bonifacio Reyes Hernández me dijo que esa
marrana surgía a medianoche en uno de los patios sombreados de copudos mangos
en la ahora calle Manuel de la Peña. Don Luis Oropeza Vargas, que se avecinó
cerca de Temoyo por 1960, me refirió que don Moisés Iglesias, viejo vecino de
ese lugar, le contaba que él miraba todos los días a medianoche, en Temoyo, un
extraño asno que nunca rebuznaba. Nada más se la pasaba pastando en silencio...
Así le contaba don Moisés, quien le preguntó en una ocasión: —¿Tú no lo has visto?, y él le contestó:
—No.
Por aquel mismo tiempo también referían en el barrio, agregó el mismo
relator, que por la calle Belisario Domínguez, cerca de Temoyo, a medianoche,
aparecía otra cerda igualmente grande, negra, trompuda y de tetas tan enormes
que las arrastraba y que correteaba a la persona que se le atravesaba. A muchos
espantó. Aseguraban que se trataba de una bruja nagual que vivía en el mismo
barrio San Diego.
Con respecto a ello, don
Elías Acosta Urbano, quien nació en el barrio San Diego, cuenta: «En este
barrio vivieron mis padres. De ahí para Temoyo era monte. Era lo que le daba
vida a Temoyo. En la Loma ya vivía Chico Espronceda. Por 1932 doña Francisca
(le decían Tía Pancha La Bruja) vivía en San Diego, en la calle Ignacio de la
Llave. Los jaraneros salían los sábados por la noche a tocar en el barrio; se
topaban con una cochina grande, negra, brava, y tan chichuda que hasta le
sonaban, plap tlap plap, que los correteaba… “¡Es Tía Pancha La Bruja!”,
gritaban. Era curandera. Entonces la gente creía mucho en que los brujos y las
brujas practicaban el nagualismo, en que se transformaban en cochino o cochina,
en tecolote, en perro negro, en guajolotes»...
Era igualmente de dominio
público que por las noches y procedente del monte llegaba a la «Bomba» (la fuente) un sobrenatural
jinete, montado en pavoroso caballo azabache. También la chaneca visitaba el
lugar, me relató doña Petra Castillo Culebro (nacida en 1932), quien oía que su
suegra Andrea Mendoza Reyes decía que la
chaneca es una mujer joven, güera, con cabello largo que le da más abajo de la
cintura, crespo y castaño, que viste de blanco… En cuanto a esto, una vez
un muchacho le contó a don Manuel Reyes Aguilando que en una ocasión tuvo
necesidad de cruzar por Temoyo al alba y vio a una mujer güera, de pelo largo y
muy hermosa que se estaba bañando junto a la fuente. Don Manuel le dijo que
aquella mujer que había observado era una chaneca, pues aseguraba así son ellas…
Por 1960 dos jóvenes —me
contó don Luis Oropeza— que a la medianoche subían a la Loma de Temoyo, se
toparon con una bola de mujeres que bajaban rumbo a los manantiales, y que
venían platicando y riendo con gran alboroto. Cuando éstas los cruzaron, los
muchachos voltearon curiosos a verlas, pero ellas… ¡habían desaparecido! Así se
lo relataron a él los mismos jóvenes.
Por la noche —me contó
también don Bonifacio Reyes— el diablo llegaba a Temoyo, y se sentaba en la
bola del manantial mientras fumaba un joloche
(un puro) y al terminar partía al panteón. Era negro, pero con apariencia de
hombre. Iba a descansar en el cementerio. Desaparecía allá.
Un extraño hombrecillo
montado en un burro ceniciento de patas gateadas (blancas y a rayas) a
medianoche bajaba del este por toda la hoy calle Juan Álvarez y entraba en
Temoyo.
El hombrecillo vestía de
blanco, pero traía alas como de mariposa, se detenía junto a la fuente y su
burro bebía agua del tanque, luego de lo cual salía por la ahora Belisario
Domínguez, que es la parte más baja de Temoyo, y se desviaba rumbo al noroeste.
Don Anastasio Morales Tolentino, chamaco, por 1935, lo vio varias veces desde
la puerta de su antiguo domicilio, en la loma norte de Temoyo, en noches de
luna llena.
El hombrecillo les pegaba
a los perros y los dejaba marcados. Oía que ladraban, lloraban y aullaban
espantosamente y don Anastasio salía a ver…
Un sastre llamado Jesús,
que tuvo su domicilio en la calle Manuel de la Peña, le aseguraba a don Luis
Oropeza que veía a los duendes en un gran árbol de mango, en el terreno de sus
padres, en Ignacio de la Llave, cerca de Temoyo.
Los duendes, decía,
jugaban arriba del árbol, en sus ramas, como si fueran changos.
El sastre ya falleció.
Un hombre al que le
apodaban «El Charro», en los 60 espantaba por las noches disfrazado de La
Llorona, me narró don Luis Oropeza Vargas. Aparecía gritando y llorando
espeluznantemente en algún punto del barrio San Diego, por Temoyo, y llegaba
así al panteón.
¡Aaaaaaayyyyyyyyy, mis hiiiiiiiijooooosssss…!
Los policías siempre en
vigilia lo perseguían, pero «La Llorona» se les escapaba y se les perdía en el
interior del camposanto.
Una noche los gendarmes
se emborracharon con aguardiente destilado en los alambiques de Acayucan y esta
bebida milagrosa les infundió valor. Antes tenían mucho miedo…
—¡Vámonos a agarrar de
una vez por todas a «La Llorona»! —se dijeron unos a otros envalentonados.
Procedieron y en efecto
atraparon a «La Llorona» antes de entrar al cementerio. Era «El Charro». Lo
mantuvieron un tiempo en la cárcel, y después lo soltaron, prohibiéndole
terminantemente volver a las andadas so pena de regresarlo al frescobote.
Otra de las leyendas en
torno a Temoyo tiene que ver con el río subterráneo que según la tradición
contada por los viejos atraviesa por Acayucan. Muchos nativos creen que ese río
subterráneo pasa por Temoyo proveniente del oriente, luego de lo cual va al
occidente y después se desvía al noroeste.
Hay quienes afirman que
bajo el área de Temoyo se encuentra un gran lago, como me comentó Domingo Sáiz
Mayo.
Temoyo, en los 70, aún
era el símbolo de Acayucan.
Todavía en 1980 se oía
repetidamente la leyenda principal: El
que toma agua de Temoyo, ya no se va de Acayucan; y si se va, regresa…
Hasta ese año, los
nombres de Temoyo y el arroyo Atiopan, adonde iban a desembocar las aguas de
los manantiales del primero, eran recurrentes, y se pronunciaban con respeto y
con un tono cargado de hondas, antiguas y ocultas reminiscencias.
Todo lo anterior y más se
contaba en relación con Temoyo. Es lógico comprender que una gran parte de sus
leyendas e historia terminó extraviada en los siglos de su existencia,
particularmente tomando en consideración que Temoyo fue un lugar descubierto
por los indígenas precolombinos, cuya rica cosmovisión sobre la naturaleza era
otra, muy distinta a la de hoy.
Para terminar, quiero
presentar el testimonio de Fernando Soto González, quien relata lo siguiente:
«Un 15 de mayo, a mediados de semana, por 1988, nos reunimos seis
vecinos del barrio San Diego para acudir a un cabo de año de un difunto, en la
calle Carranza casi esquina con Hilario C. Salas, al sur de Temoyo.
Los vecinos reunidos éramos Alfredo Terrón Rosas, Fermín Jerez, Julio,
mi hermano Luciano, otro y yo. Llegamos al cabo de año a las 9 p. m. y
emprendimos el regreso cuando estaban dando las 12 de la noche.
En la esquina de Carranza e Hilario C. Salas vimos una cochina parada,
negra, quieta, suelta. Parecía mansa. Algunos de nosotros al pasar la tocaron y
le dieron de palmaditas. No hizo nada, no huyó. No se puso arisca.
Habíamos avanzado como veinte metros, al norte, rumbo a nuestro
barrio, cuando algo nos hizo voltear y vimos sorprendidos que la marrana estaba
esponjada y bufando, brava. Dio como tres vueltas a un poste de Teléfonos, como
para agarrar impulso, e inmediatamente se disparó a corretearnos.
Todos huimos.
Mi hermano se metió a un patio, en la esquina de Hilario C. Salas y
Juan Álvarez; en ese momento salió el dueño, don Gil, y ahí se quedó…
Yo doblé a la derecha por la Juan Álvarez; a los treinta metros de
aquel punto volteé y vi al animal, detrás de mí, que todavía me perseguía; pero
al hacer esto tropecé y caí… Instintivamente me cubrí la cara con las manos
esperando su embestida; luego abrí los ojos y asombrosamente ya no había nada…
¡Ya no había ninguna cerda!
Me volví a la esquina de Hilario C. Salas y desde ese lugar vi cómo el
animal correteaba por esa calle a los otros cuatro, siempre hacia el norte.
Cuando llegaron al callejón Emiliano Zapata, donde hay escaso
alumbrado público, la puerca inexplicablemente desapareció en la oscuridad de
la noche.
Nos reagrupamos frente al domicilio de don Gil. Ahí él nos relató que
aquella brava marrana seguramente era una bruja nagual, pues se decía en el
barrio que en otras ocasiones ya alguien la había atrapado y encadenado para
sacrificarla al día siguiente, pero al amanecer sólo habían hallado las
cadenas.
Regresamos a nuestros respectivos domicilios. Cuando mi hermano y yo
llegamos a nuestro hogar, los cerdos que teníamos empezaron a alborotarse en
los chiqueros, como si los estuvieran molestando. Igual sucedió en la casa de
Alfredo, en cuanto entró él.
Al día siguiente, doña Zoila Rosas, mamá de Alfredo, nos convenció a
su hijo, a mi hermano y a mí para que nos fuéramos a curar de espanto con don
Lucas Antonio, en Belisario Domínguez, entre Porvenir y Manuel de la Peña; lo
que hicimos aquel mismo día»…
Temoyo, como ya hemos visto, es parte del origen y desarrollo de
Acayucan; de su historia, de su cultura, de su imaginario y de su identidad.
Es, pues, un patrimonio del pueblo y para
el pueblo, pero éste y sus autoridades, lamentablemente, no han estado
hasta ahora a la altura para valorarlo, protegerlo y rescatarlo…, sino todo lo
contrario.
Temoyo, por todo esto y por el invaluable servicio que proporcionó al
pueblo durante siglos y la magia del lugar, no merece el abandono y el olvido
en que ha quedado inmerso, sin ningún aprovechamiento de su espacio
verdaderamente acorde con lo que fue.
POSDATA PARA UNA POSDATA. 29 DE SEPTIEMBRE DE 2018:
A finales de 2014 publiqué en algunos medios una
versión sobre el presente tema que titulé Temoyo
y sus leyendas, en tres entregas, semanales. En la tercera y última —obviamente— agregué una
postdata que creí y creo indispensable debido a la descomunal campaña publicitaria que el presidente municipal en turno Marco Antonio Martínez Amador había emprendido anunciando con bombo y trompetas el próximo y grandioso “rescate”
de Temoyo, dizque con tradición y todo.
Ahora en que el susodicho y sus camaradas ediles han concluido su período y nos han dejado ese lugar convertido en un parquecito, es decir en otra cosa menos en lo que era (Temoyo no era un parque), vemos que el tan anunciado y prometido rescate de su esencia y tradición no ha sido más que una tomadura de pelo al pueblo; rescate que en realidad nunca les importó ni entendieron.
He aquí ahora esa
POSTDATA:
Empecé a oír sobre Temoyo desde mi infancia. En 1980 comencé a
escribir y a rescatar su historia y sus leyendas, tratando de sembrar
conciencia sobre la importancia que tiene ese lugar para Acayucan.
Inicié esa labor de indagar la tradición oral de los más
ancianos, nacidos a fines del siglo XIX y principios del XX, con el único afán
de que quedara algún registro de sus testimonios en distintos temas,
cediéndoles la palabra.
Después de un primer atisbo que hice a la tradición de Temoyo en
1980, que publiqué en Diario
del Sur, en donde señalé el abandono en que estaba y la necesidad de
su rescate, los vecinos formaron un patronato Pro-Mejoras del Manantial Temoyo.
La directiva del mismo acudió a las oficinas del Diario, en donde su
presidente Cleofas Cárdenas Mayo comentó que el patronato pugnaría «Porque en
el manantial de Temoyo se haga una obra digna de la tradición que tiene aquí
ese lugar. Así atendemos, agregó, a la exhortación que Reginaldo Canseco nos
hizo a todos en su leída columna Casi
a Propósito». (Quieren rehabilitar el manantial Temoyo. Diario del Sur, sábado 7 de
junio de 1980). En 1981 el patronato y el DIF apoyados por el ayuntamiento se
habían unido para ese fin. El ayuntamiento y el DIF ya contaban con una maqueta
de un ambicioso proyecto de rescate de Temoyo, que presentaron oficialmente en
la sala de cabildos. Pero el presidente municipal Vicente Obregón Velard fue
asesinado el 22 de enero de 1982, con lo que todo aquello se vino al traste.
El 10 de junio de 1981, en mi columna El Acayucan de Ayer, en donde
escribí otra crónica de Temoyo, di a conocer a la opinión pública, por medio
de Diario del Sur,
que los terrenos donde se encuentran los pocitos originales habían sido
vendidos indebidamente por el propio Honorable Ayuntamiento
a particulares, en años anteriores. Fue la noticia principal con bajada a siete
columnas: «¡Vendieron el manantial de Temoyo!».
En Acayucan
Cuna de la Revolución, tomo II (2006), uno de los temas con los que
participo es precisamente sobre ese histórico y mágico lugar. En él hago una
panorámica histórica y social del espacio, además incluyo algunas de sus
consejas.
Con respecto al presente texto, Temoyo y sus leyendas, cuya publicación aquí
finaliza, forma parte de una selección de veinte historias [de diversos temas] que
he registrado en INDAUTOR (julio, 2013). En términos generales, es la misma
óptica con la que hablo de Temoyo en la entrevista que me hace Enrique Quiroz
(semanario El Manifiesto,
16 de mayo de 2012); lo anterior porque en realidad me basé para la charla en
este texto que traía fresco en la memoria, debido a que no hacía muchas semanas
lo acababa de redactar.
Ahora, en el 2014, la actual administración municipal también
habla de un rescate de Temoyo. ¡Qué bien! Es algo con lo cual nos debemos
congratular. ¡Enhorabuena!
Sin embargo, ante ello me ha asaltado de pronto una reflexión:
¿para emprender ese rescate se ha llegado primero a una verdadera conciencia
sobre el gran valor histórico y mítico de ese antiguo espacio de Acayucan? Para
realizar el rescate, primero hay que saber qué se va a rescatar, para que las
obras se hagan de acuerdo a esto.
¿Hay, entonces, un proyecto que dé una idea clara y precisa de
lo que se persigue en el rescate, no sólo desde la perspectiva puramente
material o superflua, sino que igual incluya el rescate de su connotación, su
historia, sus leyendas y se creen allí nuevas funciones que magnifiquen la
antigüedad y vida del sitio y de Acayucan?
¿Será un rescate completo?
¿Las obras [mismas] que se emprendan para ello, diseño y estilo,
y el uso que se les dé, serán una acertada interpretación, con pleno
conocimiento, del gran legado histórico y mítico de Temoyo?
¿Por qué para asesorar el proyecto de rescate no se convocó a
historiadores, antropólogos y cronistas que han indagado la historia del lugar?
Y conste, no estoy rogando que me tomen en cuenta en ese
proyecto, que seguramente ya es demasiado tarde para ello. Pueden convocar a
otros. Siempre y cuando en verdad conozcan el tema y no sean meras posturas [es
decir que hacen como que saben], por el bien del mismo.
He escrito estas meditaciones porque las he creído necesarias.
Tomado de: Reginaldo
Canseco Pérez, Temoyo y sus leyendas tercera parte, http://www.lagrilladelsur.com, lunes 8 de
diciembre de 2014.
me parece una historia bastante entretenida, me gustaria saber las fuentes de donde emana su investigación pues en la actualidad yo estoy realizando una del mismo sitio, me llamo Darién Alemán, soy estudiante de antropología en la U.V y vecino del barrio cruz verde de la misma localidad de Acayucan, dejo mi correo esperando comentarios. de antemano grácias
ResponderEliminarhytorksoul@hotmail.com
Ejey!!! Así que mi bisabuelo Francisco era un valiente, decidió vivir en donde nadie más quería, cabe destacar que fue comisariado ejidal, y muy ilustre, probablemente producto de tantas horas de lectura. Y no es por presunción pero creo que de donde salí tan aventurero, político y filosófo. :D
ResponderEliminarSoy nieta del sr. anastacio morales tolentino, mi padre hasta la fecha nos cuenta que cuando iba a traer leña de regreso a casa se había perdido y en el trayecto del camino se le apareció un perro negro enorme con ojos rojos, al igual que otras historias más muy interesantes que nos relatan tanto mis padres como mi abuelito porque mi abuelita ya falleció.
ResponderEliminarmi bisabuelo decia que quien tomaba agua de temoyo nunca se hiba de acayucan !!!!
ResponderEliminares mucho jhgyugiguighjgh
ResponderEliminarmexico es un lugar magico,acayucan fue en mi infancia el " jardin del eden" sobre la tierra,no tengo duda de la veracidad de los relatos, ironicamente naci y creci en acayucan y no tuve la oportunidad de conocer TEMOYO
ResponderEliminarDigan quien más aquí por una tarea ,pss yo sí soy jsksjsjk ok bueno viva mi hermoso Acayucan y vivan las Armys y BTS
ResponderEliminarCuántos recuerdo se removieron en mi al leerle, estudie en la escuela Veracruz a una cuadra de temoyo y tuve la fortuna de beber durante toda mi infancia de esa agua (coyame) muy parecida a la de Catemaco, por su contenido de minerales. Y así es, siempre acayucan en mi. Siempre regreso.
ResponderEliminarQue alegría me da al saber que existen personas que hablen bien de sus orígenes sobre todo de Acayucan y por supuesto del mágico temoyo. También soy de unas cuadras de Temoyo. Saludos
EliminarTantos recuerdo me trae temoyo. Beber agua del manantial comer caimito que había un árbol cerca de ahí y escuchar las tantas historiarías de los chaneques
ResponderEliminarmuy bonito era temoyo soy nieto de don Francisco Espronceda hijo de la sra Humildad Espronceda toda mi niñez atraveze esa area de temoyo cuando iba a la secundaria y a la prepa una area muy bonita y muy cierto si te daba sed te pegabas a beber de los tubos de la caja de concreto de donde salian unos tubos que proporcionaban agua fresca y cristalina
ResponderEliminar¿Dónde puedo encontrar las leyendas de Temoyo?
ResponderEliminarGracias por esta información tan bonita no sabía sobre estás leyendas me sirvieron de mucho para darles a conocer a mis alumnos sobre leyendas de nuestra ciudad
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