Reginaldo Canseco Pérez
«En el callejón Rovirosa, casi esquina con la calle 5 de Mayo —empezó a contarme un día don Eligio Fonseca Vázquez, nacido en 1909—, tenía su domicilio don Faustino Villanueva. Era un hombre grande y fornido, blanco, de ojos azules y barba montaraz que precisaba rasurar sin falta cada día. Vestía calzón de manta cuyas extremidades amarraba con una cintita del mismo en los tobillos y camisa de igual tejido, de manga corta y sin cuello, como en esa época acostumbraban todavía muchos. A don Faustino —me siguió detallando— le apodaban “El Brujo”. Iba de cacería solo. Era misterioso. Por ello le daban ese sobrenombre. Pero también porque era culebrero, aparte de campesino».
A don Faustino le agradaba conversar con
don Eligio. Don Eligio vivía en la calle Moctezuma, al norte de la Guerrero y
al sur de la 5 de Mayo, cerca del domicilio de don Faustino. Cuando don
Faustino desde su casa lo veía pasar por ahí o se lo encontraba en la calle le
decía: «Oye viejo, ven para acá, vamos a platicar». Y charlaban copiosa y muy
entretenidamente. Así fue como don Eligio oyó de boca de él muchas de sus asombrosas
aventuras.
Don Faustino Villanueva, el culebrero,
solía pasar por el Puente de Rieles para subir a la calle Melchor Ocampo, al
este de su domicilio, y por ahí, por la Ocampo, internarse en el follaje, al
norte del pueblo, cuando se le había metido en el estómago el deseo de
comer «carne de monte» y se dirigía en busca de caza. El
Puente de Rieles se hallaba en donde hoy está el actual puente de concreto, en
la calle 5 de Mayo, entre las calles Aquiles Serdán y Pípila. Le daban este
nombre porque encima tenía a lo largo rieles. Era originalmente un puente
angosto que no excedía los dos metros de anchura y tenía base y bóveda de
ladrillo, centrado en el entonces camino. Así me informó don Tomás López
Macario, entre otros relatores, quien agregó que el presidente municipal Abel
Vidaña fue el que lo amplió a lo que daba la calle. Los ancianos centenarios me
aseguraron en 1980 que ese puente había sido una de las muchas obras que había
dejado el jefe político e ingeniero don Ángel J. Andonegui, en 1908, quien para
el efecto había mandado traer los rieles a la estación de Ojapan. Todavía en
los ochenta ese jefe político era muy mentado por la tradición oral. Los que
caminaban por ese paso acostumbraban atravesar la mayoría de las veces el
arroyo —entonces de corriente limpia— por abajo, por el lado sur, bajando y
subiendo el barranco, sobre un palo que servía de puente improvisado, en lugar
de hacerlo por el Puente de Rieles.
Para muchos, ese paso era enigmático. Un
día don Faustino le platicó a don Eligio un extraño episodio:
—Un atardecer me dispuse a cruzar el
arroyuelo por el barranco, como otras veces, para encaminarme en busca de
animales de monte, pero al intentarlo de pronto «una sombra» de hombre que surgió de la espesura me
brincó al camino y esgrimiendo amenazadoramente un machete me atajó el paso. Yo
trataba de eludirlo y pasar a un flanco de «la sombra», pero ésta me volvía a tapar el paso. «¡Quién
eres! ¡Qué quieres de mí!»,
le preguntaba, pero la sombra no me respondía. Entonces decidí que era mejor
regresar a mi casa. El incidente se repitió por segunda vez en otro atardecer.
Previendo una tercera me preparé con mis oraciones, le pinté con copal una cruz
al machete en la parte superior de la hoja y fui decidido a enfrentar a «la
sombra» en la hora en que todo empezaba a
borrarse, que era cuando se me aparecía. Allí estaba aquel «hombre», esperándome, y volvió a impedirme el
acceso. Yo blandí el machete curado y avancé decidido a él.
—¡Qué quieres conmigo! ¡Ven, aviéntate si
lo que quieres es pelea!
«La sombra» pareció dudar, retrocediendo unos pasos.
Yo al ver aquello cobré más valor y me le fui encima, pero el bulto desapareció
tragado por las sombras del anochecer. ¡Santo remedio! Nunca más volvió a
presentárseme.
«Una tarde —empezó así a narrarme don
Eligio otra aventura de don Faustino— un hijo del culebrero, de apenas seis
años de edad, cuando andaba jugando con otros niños a orillas del Puente de
Rieles fue picado por una víbora. El pequeño se llamaba Evaristo. Habían
encontrado la culebra venenosa y sus compañeritos lo empezaron a vacilar
diciéndole que agarrara la víbora porque él era culebrero.
—¡No tengas miedo, los culebreros no tienen
miedo!
—¡No qué muy culebrero!
—¡El culebrero tiene miedo!
Y el niño Evaristo hace por tocarla y la
serpiente le pica la mano derecha.
Sus compañeros atemorizados rompieron el
juego y huyeron desparramados. Él regresó a su casa chillando con la mano
extendida, enseñando lo que le había sucedido.
La madre y los familiares del pequeño
comprendieron, llenos de pavor, que ellos no podrían curarlo. ¡Y su padre, el
culebrero, no se encontraba en su casa en ese momento! Esa tarde había salido
de cacería. Eran como las 5:30 de la tarde. ¿Qué podían hacer? Él único que
podía salvarlo era su padre, el culebrero. Entonces sus tíos y amigos de la
familia formaron tres parejas de jinetes e inmediatamente partieron a buscarlo
por el rumbo en donde sabían que tenía el hábito de cazar, al norte de la calle
Ocampo, pero como buscando el camino de la Sierra. Atravesaron las fincas de
café y las milpas y arribaron al encinal de Cuapechapa, a la altura del hoy
hotel Las Hojitas. Para eso ya había oscurecido, allí se repartieron en tres
direcciones y a gritos lo llamaban. No lo encontraron por ningún lado, y
regresaron abatidos por la derrota.
Estaban de regreso en el domicilio del niño,
apesadumbrados, comentando la infructuosa búsqueda del culebrero (para entonces
ya eran las 12 de la noche y el niño se encontraba inconsciente y con la mano y
el brazo hinchados, casi en agonía), cuando de repente, en el silencio de la
noche cerrada, se holló nítidamente el golpeteo de los cascos de una mula que
se acercaba por la parte norte del callejón Rovirosa. ¡Era el culebrero, el
padre de Evaristo! Llegó, se apeó e inmediatamente fue informado en rueda de la
tragedia. Él se metió a la casa y auscultó a su hijo, y con mucha calma y
parsimonia díjoles:
—¡Con tan poco se espantan! No es nada, es
un piquetito —en tanto le untaba un poco de su saliva al enfermo en el piquete.
Esa era la forma en que preparaba a los que
iba a curar por la mordedura de víbora si los encontraba en la calle,
frotándole su saliva en el piquete; después acudía al domicilio del paciente o
los citaba en su casa para terminar la curación. Seguidamente don Faustino
preparó un brebaje y una pomada con hierbas, pero desde que le talló su saliva
su hijo empezó a reaccionar y a volver en sí. Luego le dio a beber la infusión
y a curarlo con la pomada, pero antes lo sobó y le chupó la herida. Al día
siguiente el niño Evaristo amaneció completamente sano.
Aquella misma noche, los parientes del niño
le hicieron saber al culebrero que lo habían ido a buscar en el monte para que
se diera prisa en regresar y curara a su propio hijo, pero que no lo habían
encontrado.
—¡Allí andaba yo! —les respondió él.
—Todos te gritamos para que nos oyeras.
—No los oí, no oí nada. Sólo escuché ya
tarde que una voz me dijo: “Regrésate, porque te necesitan en tu casa”.
Entonces fue que regresó, aunque no había
cobrado todavía ninguna pieza. Andaba solo porque nadie quería acompañarlo.
Decían que tenía pacto con el diablo».
Me encantó esta historia, nunca la habia escuchado.
ResponderEliminarSaludos