Reghistorias
Reginaldo
Canseco Pérez
n hombre anónimo camina al anochecer
por la ciudad, con dirección al centro (no hay por qué decir aquí COLONIA
centro); es un ciudadano común y corriente; entonces no es extraño verle
recorrer las calles de esta manera ordinaria y sencilla. Lo insólito sería
mirar a un hombre o a una mujer con las características diametralmente
antagónicas a las suyas hacer lo mismo.
Avanza sin
prisa por las calles, disfrutando cada paso, como si las hollara por vez
primera; va sorprendiéndose de las perspectivas que se abren ante él y que le
parecen nuevas, descubre detalles que le eran ignotos, se maravilla de los
modernos edificios y las antiguas casas que aún permanecen en pie, casi
milagrosamente; siente un inefable y especial gozo al transitar bajo sus
seculares portales, a tal punto que termina extraviándose a causa de este
encantamiento; pero, de pronto, tropieza con otros aspectos que, como cual
amuleto, deshacen el hechizo y lo desencantan y lo regresan a la realidad como
por ensalmo, sin haber tenido que recurrir a la fórmula mágica de voltearse la
camisa al revés o colocarse el sombrero en posición contraria (que no podría
realizar porque no lleva), u otro rito acostumbrado para contrarrestar algún
sortilegio, como los que llevan a cabo las personas que se pierden en el campo
por travesura de las chanecas o los chaneques (espíritus del monte) y sólo así
logran desencantarse y encontrar el camino de vuelta a nuestra realidad. Esos
otros aspectos que, al percatarse de ellos, lo han redimido del éxtasis, son
los montones de basura que adornan las esquinas y, sobre todo, la acumulación
exagerada de la propaganda electoral que afea la localidad y el país todo.
Adondequiera que volteas a ver se te contamina la vista por ello en contra de
tu voluntad. Toda forma y clase de publicidad de los candidatos son aglomeradas
en los postes, las bardas y las barandillas de los balcones, en las propias
pilas de basura y en los espacios más inverosímiles y disímiles, sin faltar en
la televisión, la radio y los desmesurados aparatos de sonido que a todo
volumen aturden y contaminan tanto el oído como el cerebro de la ciudadanía,
inmersa en la otredad e indefensión ante la clase política. ¡Estamos en época
de campaña electoral!
El hombre ha
llegado al fin a la zona céntrica. Se deleita al cruzar el agradable ambiente
del parquecito Solidaridad, en la parte trasera del palacio municipal. En este
momento lo acaricia un soplo del norte que refresca la temprana noche. Se
detiene un segundo en la acera de la calle Guadalupe Victoria. Tiene la intención
de subir al parque principal, situado frente del palacio, al este de donde está
ahora; mas, en el ínterin, ve algo que llama poderosamente su atención: en la
acera de enfrente un loco se ha detenido al tropezar con un cartelón de
aproximadamente ochenta centímetros de ancho por un metro y veinticinco
centímetros de largo, enmarcado con madera y provisto de dos patitas del mismo
material, derribado y pisoteado por los viandantes, al borde de la banqueta. Es
una publicidad de campaña electoral, fuera de su lugar y tirada, convertida
ahora en basura. El alienado queda estático, con los ojos pegados literalmente
en la pancarta tendida junto a la punta de sus pies desnudos, con aire de
comprensión; y súbitamente un brillo pícaro anima sus pupilas y su rostro,
indudablemente como producto de una ingeniosa ocurrencia; gira de inmediato a
contemplar ávido a los transeúntes que pasan a su lado comprobando que son
indiferentes al mensaje del candidato de aquel partido político a un puesto
público que alberga el deseo patriótico y vehemente de entregarse en cuerpo y
alma al servicio desinteresado de su pueblo; se vuelve raudo al cartel, lo alza
y lo recarga con corrección en la pared frontal de una farmacia: ahora el
despojo, gracias a él, ha vuelto a ser parte activa de la propaganda electoral
de un candidato. No ha podido quedar en mejor ubicación, en medio del conjunto
de profusas luces de los negocios: una zapatería, la farmacia y una oficina.
Los posibles futuros electores al pasar por enfrente lo podrán ver y leer de
cerca o de lejos. El orate retrocede a prudente distancia y espía. Es un hombre
de mediana edad, flaco, alto, sucio, cubierto de harapos, el cabello enmarañado
y cochambroso que deambula todos los días por la zona centro. Los ciudadanos
franquean el lugar ignorando el mensaje del candidato y al chiflado. Van y
vienen. Vienen y van. Sin detenerse a leer el susodicho comunicado. El ido
observa atento y divertido a la gente cuerda que pasa por ahí. Repentinamente,
como poseído, empieza a saltar de un lado a otro y a gritar y a carcajearse:
¡NO LE ENTIENDEN! ¡NO LE ENTIENDEN! ¡JA, JA, JA...! ¡NO LE ENTIENDEN! ¡JA, JA,
JA!, en tanto señala con índice de burla (no de fuego) a los peatones. Algunos
del público se vuelven a mirarlo, quizá sorprendidos, quizá compadecidos o
quizá curiosos. La mayoría hace caso omiso. El enajenado, sin dejar de reírse
desaforadamente como loco, se echa a las espaldas el cartelón de la publicidad
electoral y se encamina por media calle Victoria rumbo al parque central. Los automovilistas
le tocan las bocinas para que se haga a un lado o para mentársela. Pero a él le
importa un comino y se extravía en la noche, en busca seguramente de un espacio
más ad hoc para repetir su test.
El hombre
que lo ha atisbado queda atolondrado por el cúmulo de ideas que aquello le ha
provocado y que le agita el espíritu y el entendimiento: «¿Acaso es necesario
estar trastornado de remate para poder descifrar el lenguaje y el mensaje de
los políticos, tan lleno de poses, engreimiento, demagogia, falto de sinceridad
y contradicción entre su palabra y los hechos? ¿O tal vez el desequilibrado es
el cuerdo y nosotros los locos?».
Todavía
confuso, el hombre se retira de su fortuito mirador con cierto recelo, teniendo
la leve sospecha de que así como él ha acechado aquella escena alguien
igualmente lo observa a él.
reginaldocanseco@hotmail.com
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