Reginaldo Canseco Pérez
o, en serio, le juro por lo que más quiero que yo no estoy
loco; usted sí que lo parece y de remate. ¡Válgame Dios! Desde que me puse a
platicarle está a las puras risas y a las medias carcajadas. Aunque ha tratado
de disimular yo me he dado cuenta.
Pero no tiene porqué. No son mentiras lo
que he dicho. A poco cree que nomás en parrandas se acaba uno el dinero.
Yo no invento.
Recuerdo como si fuera ayer cuando conocí
a Luriano. Déjeme ver dónde… ya mero me acuerdo… ¡Ah, sí, sí; ya doy! Fue en esta cantina de usted, aquí mero donde estoy ahorita, así recargado en el mostrador.
Aquí comenzamos y luego seguimos la parranda, una larga parranda. La terminamos
en la preventiva. Allí estábamos cuando recobramos la lucidez, todo temblorosos
y crudotes. Nos dijeron que paramos
ahí por borrachos. Hasta entonces vine a saber que está prohibido andar por las
calles bien pedo. ¿Por qué hay,
entonces, tugurios en cada esquina?, me interrogo. Luego de esa parranda nos
hicimos grandes cuates. Después
siguieron más juergas y nos hicimos más cuates,
y un buen o mal día, ya no sé, venimos a resultar hasta compadres del alma, cuando me
llevó a bautizar a mi escuincle.
Y más tarde sucedió como ya le conté,
aunque no me crea y le dé pura risa.
Le repetiré la historia, a ver si ahora
me la toma en serio; nomás espéreme tantito, déjeme echar una meada. Orinita vengo.
Ora sí. Pues como le estaba diciendo, juntos jalamos
parejo de aquí para allá y de allá para acá, chúpele que chúpele, que
una
no es ninguna…, dos es la mitad de una y tres apenas es una y como una no es ninguna, volvemos a empezar... y:
El
que al mundo vino
Y no
tragó vino
¿a
qué chingaos vino?
Y en una de esas que me dice: “Fíjate
compadrito del alma, que me urge un aval para un préstamo que solicité en el
Banco; y yo pos enseguida pensé en ti. ‘No, pos mi compa, mi hermano del alma, no
me puede fallar’, me dije.” Y yo que le contesto, todo atarantado por tanto
aguardiente tragado: “Hizo rete bien compadre, en pensar de tan ese modo. Quién
otro más que yo compadre en este caso. ¿Pa qué están los compadres, pues? Yo le
firmo donde sea y para lo que sea, nomás dígame dónde y cuándo”.
Y que al otro día, apenas amaneció, nos
echamos la penúltima, como quien dice la
caminera y nos fuimos a sentar a las puertas del Banco, y en cuanto
abrieron el changarro que entro a
firmar como su aval por un préstamo de doscientos treinta mil pesos. Ni más ni
menos cuando el dinero valía un resto.
¡Ah qué bruto fui! ¡Desde entonces ya no
lo volví a ver, ni en los tugurios ni en las calles ni en donde alquilaba! ¡Se
hizo ojo de hormiga el muy méndigo…!
¡Déjeme bajarme con un trago el coraje
que siento todavía…! Para no hacérsela larga, porque ya puso cara de aburrido, la
cosa fue que yo tuve que pagar al Banco, pues ya me había demandado. Pero para
eso vendí mi casa y terreno donde tenía instalado mi taller de hojalatería,
rematé mis herramientas, además completé con mis ahorros y de la noche a la
mañana me quedé sin nada. Sin nada: sin casa, sin terreno, sin mi taller, sin
mis ahorros…
Pero total, sin nada, encuerado, nací;
sin nada me dejaron mis padres; sin nada dejaré a mis hijos…
Lo único que me heredaron mis padres fue
mi nombre. ¡Mi horrible nombre: Lucrecio! Habiendo tantos me vinieron a llamar “Lucrecio”.
Habiendo muchos nombres tan bonitos. Allí está el de Pantaleón, el de Petronilo,
el de Anacleto, el de Tranquilino, el de Tosferino… o el de Pancracio,
o Torcuato, o Simplicio… o si no, el de Rogaciano,
o ya de perdis el de Lamberto…
¡Pero yo no voy a ser el único ni el más
tonto. También a mi hijo le puse “Lucrecio”!
Pero sírvame otra, que ésta ya se calentó
por tanto argüende… Que al fin y al cabo
Una
no es ninguna, y…
el que al m...
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