«…pude salvarme milagrosamente de caer en las garras del Gran Salvaje, de
las que nadie ha vivido para contarlo como ahora yo
se los estoy contando a ustedes».
En una época yo era el encargado de llevar
y repartir el correo de Acayucan hasta San Andrés Tuxtla, y al volver a
Acayucan venía haciendo lo mismo, pero con el correo de allá. Una vez, en el
camino, dirigiéndome a San Andrés, me ocurrió una extraña aventura. Si me lo
permiten, aquí se los voy a contar. Generalmente, yo siempre llevaba buen tiempo,
pero en esa ocasión me había retrasado y el atardecer me agarró entre Los
Mangos y Catemaco, en lo que se dice la mera soledad de la montaña. Me acuerdo de ello como si
ahorita lo estuviera viviendo. Al Sol le faltaba un paso para caer en el horizonte
crispado de cerros. ¡Yo tenía que aprovechar hasta la
última gota de luz que aún le quedaba al día! Así que iba apurando a mi pobre cabalgadura
intentando ganarle la carrera al tiempo, aunque sabía de antemano que todo
me resultaría en balde y la noche caería pronto sobre mí como una negra cobija,
que me envolvería hasta taparme la cara y los ojos.
El color del paisaje ya no estaba alegre como lo había estado hacía rato. Volví a azotar a mi caballo,
que apuró el trote. Pero poco después se detuvo con las orejas paradas,
resoplando nervioso, para luego encabritarse. ¿Qué pasaba…?
En aquel momento fue cuando oí el
grito… Era un grito laaargo, lejano, indescifrable, y que no pude precisar si
provenía de ser humano o bestia. Uno tras otro le siguieron más gritos como
acercándose detrás de mí, abriéndose paso entre el monte. En cuanto los escuché
cercanos desmonté de un brinco, atemorizado, y solté el potro con todo y carga que
huyó camino adelante arrastrando la correa. A la derecha del sendero, se
hallaba un arroyo; corriendo llegué ante él y lo crucé y, en la orilla contraria, me hundí en la corriente hasta el cuello y oculté la cabeza detrás de las ramas
de un monte, embargado de incertidumbre. ¿Qué era aquello?
Entonces vi, con un gran asombro, cómo llegó
hasta la orilla del riachuelo un extraño ser entre simio y humano. ¡Era
gigante, peludo y negro de arriba abajo; pero no tenía cola y caminaba erguido como hombre y en cuanto sus formas eran semejantes a las de éste!; sin embargo, andaba completamente
desnudo.
La extraña criatura comenzó a
olfatear hacia arriba, moviendo las anchas aletas nasales (su cara era como de
gorila). Así supo que allá dentro del arroyuelo estaba yo escondido, el humano al
que venía persiguiendo. El olor que emanaba de mi cuerpo seguramente era fuerte
e inconfundible para él. Intentó meter un pie en el agua, para llegar hasta
donde yo me encontraba y poder atraparme, pero al sentir el frío líquido lo retiró drásticamente,
con un fuerte gruñido de repulsión y pánico.
En tanto, yo lo seguía observando
con ojos y boca bien abiertos. Cuando me vine a dar cuenta, temblaba yo de
temor. Era un temor que nunca antes había padecido, ni siquiera cuando anduve de rebelde bajo las órdenes de mi general Miguel Alemán González… Pero pude reaccionar
y me dije en mis adentros: ¡Ah qué
chingao, contigo…!; ¿no qué muy macho Timoteo Herrera Aguirre?... ¡Y me armé
de valor!
En ese momento acudieron a mi memoria
historias viejas que había yo oído a lo largo de mi vida; por ellas pude
identificar a ese raro espécimen: no era otra cosa que ¡un Gran Salvaje!... Quienes me habían asegurado
haberlo visto, en sus relatos lo habían descrito como una especie entre gorila
y humano, pero que tenía los pies al revés, ¡como ahora estaba mirando yo que los
tenía aquél que me acechaba! Éste caminaba por la margen de la
corriente, de un lado a otro, desesperado, buscando el modo de alcanzarme. Ocupado como estaba yo en vigilar al Gran Salvaje, no supe de dónde apareció un extraño hombre vestido
todo de blanco, como un ángel, pero sin alas, que blandía una espada flamígera
con la que aporreó a planazos al Gran Salvaje, que escapó amedrentado por donde
había llegado.
Absorto en no perder de vista al Gran
Salvaje, no vi qué fue del albo individuo que para entonces había desaparecido.
¿Quién era aquel extraño personaje?... ¡Era
el dios del agua!, ¿quién otro? Gracias a su providencial
ayuda, pude salvarme milagrosamente de caer en las garras del Gran Salvaje, de las que nadie, ¡nadie!, ha vivido para contarlo como ahora yo se los estoy contando a ustedes.
Emergí de mi refugio, escurriendo ríos
de agua y con la ropa pegada, erguido cuan alto era yo. A pesar de mi edad, aún me
conservaba corpulento y fuerte. Todavía con la impresión a cuestas, me eché a
andar camino adelante, acomodándome el sombrero de palma, en busca de mi
caballo. Para entonces ya había entrado la noche y moreno como era yo me fundía
en la oscuridad. Al menos, la luna alta y las estrellas que se asomaban compadecidas
alumbraban mis pasos. Entonces tenía yo setenta y cinco años de edad. Muchos
años atrás, fatigado de las correrías junto a mi general Alemán, cambié la
breña y las armas por las cuatro alforjas de cuero gordas de cartas y la
cabalgadura del servicio postal: comencé así a transportar y repartir la
correspondencia desde Acayucan —mi pueblo natal— hasta San Andrés Tuxtla,
pasando entre otros lugares por Hueyapan de Ocampo, donde reposaba algunas
horas y volvía a hacer lo mismo en Los Mangos. En esa ranchería el comisariado
ejidal me mudaba el caballo por uno fresco y bien alimentado. En Catemaco llegaba
después de anochecer y ahí dormía; al otro día arribaba a la ciudad de San
Andrés Tuxtla. Luego de reponerme, regresaba con el correo de allá a Acayucan. Como
parte de mis implementos cargaba una capa de hule grande doblada y atravesada
junto a la cabeza de la silla de montar, que en tiempo de tormentas me sobraba
para cubrirme junto con la bestia, pero principalmente para proteger las cuatro
alforjas del correo que colgaban de los costados de ésta.
Originalmente la correspondencia era
reunida en Coatzacoalcos, de donde la trasladaban por río a Minatitlán; de ahí la
distribuían en caballos a Xáltipan, Cosoleacaque y Acayucan, entre otros muchos
pueblos.
Ahora lo que me preocupaba era hallar mi
alazán. ¿Será que lo podría encontrar en medio de tanto bosque y cerros como
había? Como a cien metros delante del arroyo, en un recodo del camino, vi mi caballo: pastaba tranquilamente junto a un arbusto. La punta de la
rienda la tenía enredada en un brazo retorcido del árbol, como si alguien me la hubiera dejado de esta manera para que el potro no se extraviara.
En San Andrés Tuxtla, conté detalladamente a mis amigos cuanto me había ocurrido, por
muy raro que pareciera, con la esperanza de encontrar a todo una explicación
ordinaria; sin embargo, ellos me dijeron:
—¡El Gran Salvaje existe! Tiene su
madriguera en la montaña, precisamente por donde tú lo viste. ¡Ten mucho
cuidado! ¡No vuelvas a pasar por ese lugar de noche!
Los hombres de Los Mangos, a partir
de entonces, se turnaban para acompañarme por un buen tramo en el trayecto de
ahí a Catemaco.
A ese mono humano no se le conocerá como el brazo fuerte?
ResponderEliminarwow, yo siempre he estado fascinado con este ser, considerando una leyenda integrada por un lado real y otro fantástico, ahora dejando de lado lo fantástico, podría ser que este increíble ser sea un primate que aún no ha sido clasificado, hubiera sido impresionante que taxónomos hubieran tenido contacto con él para estudiarlo y se imaginan si hubiera sido un homínido?, tendríamos un cromagnón vivo o tal vez hasta el mítico eslabón perdido, que maravilla de esa zona
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