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Bienvenido amigo lector, o amiga lectora: te hallas ante una puerta mágica que comunica entre el mundo ordinario y el mundo extraordinario, que de alguna manera coexisten desde el principio hasta nuestros días, en la región de Acayucan, La Llave del Sureste, pueblo ubicado en el sur del estado de Veracruz, México.

Al trasponer esta puerta serás testigo de acontecimientos realmente prodigiosos que aquí son parte de la cotidianidad. Así te enterarás sobre la fe que profesan los acayuqueños en la existencia de un río subterráneo que atraviesa la ciudad; sobre el brujo nagual que, creyéndose todopoderoso, retó a pelear a un hombre desconocido, común y corriente, resultando un desenlace fenomenal; o te encontrarás inmiscuido en una extraña aventura donde participan esencialmente los grandes salvajes. Y con el transcurso del tiempo, poco a poco, conforme avances en la exploración de la vasta y maravillosa geografía de Acayucan, descubrirás, oirás, verás y vivirás mucho más de sus historias, cuentos, mitos, leyendas y otras anécdotas en verdad asombrosas.

Reginaldo Canseco Pérez

miércoles, 25 de abril de 2012

"El Brujo" don Faustino


Reginaldo Canseco Pérez

 



«En el callejón Rovirosa, casi esquina con la calle 5 de Mayo
empezó a contarme un día don Eligio Fonseca Vázquez, nacido en 1909, tenía su domicilio don Faustino Villanueva. Era un hombre grande y fornido, blanco, de ojos azules y barba montaraz que precisaba rasurar sin falta cada día. Vestía calzón de manta cuyas extremidades amarraba con una cintita del mismo en los tobillos y camisa de igual tejido, de manga corta y sin cuello, como en esa época acostumbraban todavía muchos. A don Faustino —me siguió detallando— le apodaban “El Brujo”. Iba de cacería solo. Era misterioso. Por ello le daban ese sobrenombre. Pero también porque era culebrero, aparte de campesino».

A don Faustino le agradaba conversar con don Eligio. Don Eligio vivía en la calle Moctezuma, al norte de la Guerrero y al sur de la 5 de Mayo, cerca del domicilio de don Faustino. Cuando don Faustino desde su casa lo veía pasar por ahí o se lo encontraba en la calle le decía: «Oye viejo, ven para acá, vamos a platicar». Y charlaban copiosa y muy entretenidamente. Así fue como don Eligio oyó de boca de él muchas de sus asombrosas aventuras.

 

Don Faustino Villanueva, el culebrero, solía pasar por el Puente de Rieles para subir a la calle Melchor Ocampo, al este de su domicilio, y por ahí, por la Ocampo, internarse en el follaje, al norte del pueblo, cuando se le había metido en el estómago el deseo de comer «carne de monte» y se dirigía en busca de caza. El Puente de Rieles se hallaba en donde hoy está el actual puente de concreto, en la calle 5 de Mayo, entre las calles Aquiles Serdán y Pípila. Le daban este nombre porque encima tenía a lo largo rieles. Era originalmente un puente angosto que no excedía los dos metros de anchura y tenía base y bóveda de ladrillo, centrado en el entonces camino. Así me informó don Tomás López Macario, entre otros relatores, quien agregó que el presidente municipal Abel Vidaña fue el que lo amplió a lo que daba la calle. Los ancianos centenarios me aseguraron en 1980 que ese puente había sido una de las muchas obras que había dejado el jefe político e ingeniero don Ángel J. Andonegui, en 1908, quien para el efecto había mandado traer los rieles a la estación de Ojapan. Todavía en los ochenta ese jefe político era muy mentado por la tradición oral. Los que caminaban por ese paso acostumbraban atravesar la mayoría de las veces el arroyo entonces de corriente limpia por abajo, por el lado sur, bajando y subiendo el barranco, sobre un palo que servía de puente improvisado, en lugar de hacerlo por el Puente de Rieles.

Para muchos, ese paso era enigmático. Un día don Faustino le platicó a don Eligio un extraño episodio:

—Un atardecer me dispuse a cruzar el arroyuelo por el barranco, como otras veces, para encaminarme en busca de animales de monte, pero al intentarlo de pronto «una sombra» de hombre que surgió de la espesura me brincó al camino y esgrimiendo amenazadoramente un machete me atajó el paso. Yo trataba de eludirlo y pasar a un flanco de «la sombra», pero ésta me volvía a tapar el paso. «¡Quién eres! ¡Qué quieres de mí!», le preguntaba, pero la sombra no me respondía. Entonces decidí que era mejor regresar a mi casa. El incidente se repitió por segunda vez en otro atardecer. Previendo una tercera me preparé con mis oraciones, le pinté con copal una cruz al machete en la parte superior de la hoja y fui decidido a enfrentar a «la sombra» en la hora en que todo empezaba a borrarse, que era cuando se me aparecía. Allí estaba aquel «hombre», esperándome, y volvió a impedirme el acceso. Yo blandí el machete curado y avancé decidido a él.

—¡Qué quieres conmigo! ¡Ven, aviéntate si lo que quieres es pelea!

«La sombra» pareció dudar, retrocediendo unos pasos. Yo al ver aquello cobré más valor y me le fui encima, pero el bulto desapareció tragado por las sombras del anochecer. ¡Santo remedio! Nunca más volvió a presentárseme.

 

«Una tarde —empezó así a narrarme don Eligio otra aventura de don Faustino— un hijo del culebrero, de apenas seis años de edad, cuando andaba jugando con otros niños a orillas del Puente de Rieles fue picado por una víbora. El pequeño se llamaba Evaristo. Habían encontrado la culebra venenosa y sus compañeritos lo empezaron a vacilar diciéndole que agarrara la víbora porque él era culebrero.

—¡No tengas miedo, los culebreros no tienen miedo!

—¡No qué muy culebrero!

—¡El culebrero tiene miedo!

Y el niño Evaristo hace por tocarla y la serpiente le pica la mano derecha.

Sus compañeros atemorizados rompieron el juego y huyeron desparramados. Él regresó a su casa chillando con la mano extendida, enseñando lo que le había sucedido.

La madre y los familiares del pequeño comprendieron, llenos de pavor, que ellos no podrían curarlo. ¡Y su padre, el culebrero, no se encontraba en su casa en ese momento! Esa tarde había salido de cacería. Eran como las 5:30 de la tarde. ¿Qué podían hacer? Él único que podía salvarlo era su padre, el culebrero. Entonces sus tíos y amigos de la familia formaron tres parejas de jinetes e inmediatamente partieron a buscarlo por el rumbo en donde sabían que tenía el hábito de cazar, al norte de la calle Ocampo, pero como buscando el camino de la Sierra. Atravesaron las fincas de café y las milpas y arribaron al encinal de Cuapechapa, a la altura del hoy hotel Las Hojitas. Para eso ya había oscurecido, allí se repartieron en tres direcciones y a gritos lo llamaban. No lo encontraron por ningún lado, y regresaron abatidos por la derrota.

Estaban de regreso en el domicilio del niño, apesadumbrados, comentando la infructuosa búsqueda del culebrero (para entonces ya eran las 12 de la noche y el niño se encontraba inconsciente y con la mano y el brazo hinchados, casi en agonía), cuando de repente, en el silencio de la noche cerrada, se holló nítidamente el golpeteo de los cascos de una mula que se acercaba por la parte norte del callejón Rovirosa. ¡Era el culebrero, el padre de Evaristo! Llegó, se apeó e inmediatamente fue informado en rueda de la tragedia. Él se metió a la casa y auscultó a su hijo, y con mucha calma y parsimonia díjoles:

—¡Con tan poco se espantan! No es nada, es un piquetito —en tanto le untaba un poco de su saliva al enfermo en el piquete.

Esa era la forma en que preparaba a los que iba a curar por la mordedura de víbora si los encontraba en la calle, frotándole su saliva en el piquete; después acudía al domicilio del paciente o los citaba en su casa para terminar la curación. Seguidamente don Faustino preparó un brebaje y una pomada con hierbas, pero desde que le talló su saliva su hijo empezó a reaccionar y a volver en sí. Luego le dio a beber la infusión y a curarlo con la pomada, pero antes lo sobó y le chupó la herida. Al día siguiente el niño Evaristo amaneció completamente sano.

Aquella misma noche, los parientes del niño le hicieron saber al culebrero que lo habían ido a buscar en el monte para que se diera prisa en regresar y curara a su propio hijo, pero que no lo habían encontrado.

—¡Allí andaba yo! —les respondió él.

—Todos te gritamos para que nos oyeras.

—No los oí, no oí nada. Sólo escuché ya tarde que una voz me dijo: “Regrésate, porque te necesitan en tu casa”.

Entonces fue que regresó, aunque no había cobrado todavía ninguna pieza. Andaba solo porque nadie quería acompañarlo. Decían que tenía pacto con el diablo».



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