Bienvenido

Bienvenido amigo lector, o amiga lectora: te hallas ante una puerta mágica que comunica entre el mundo ordinario y el mundo extraordinario, que de alguna manera coexisten desde el principio hasta nuestros días, en la región de Acayucan, La Llave del Sureste, pueblo ubicado en el sur del estado de Veracruz, México.

Al trasponer esta puerta serás testigo de acontecimientos realmente prodigiosos que aquí son parte de la cotidianidad. Así te enterarás sobre la fe que profesan los acayuqueños en la existencia de un río subterráneo que atraviesa la ciudad; sobre el brujo nagual que, creyéndose todopoderoso, retó a pelear a un hombre desconocido, común y corriente, resultando un desenlace fenomenal; o te encontrarás inmiscuido en una extraña aventura donde participan esencialmente los grandes salvajes. Y con el transcurso del tiempo, poco a poco, conforme avances en la exploración de la vasta y maravillosa geografía de Acayucan, descubrirás, oirás, verás y vivirás mucho más de sus historias, cuentos, mitos, leyendas y otras anécdotas en verdad asombrosas.

Reginaldo Canseco Pérez

domingo, 8 de julio de 2018

AL VOLVER ELIGIO DE LA SIERRA

Reghistorias
Reginaldo Canseco Pérez




E
ligio Fonseca Vázquez, joven de 24 años, vecino de Acayucan y comerciante en cerdos, arribó aquella tarde al humilde y desperdigado caserío de Loma de Sogotegoyo, municipio de Hueyapan de Ocampo, Veracruz, ahíto de polvo, sudor y fatiga al cabo de una larga jornada a pie de doce horas: de 5 de la mañana a 5 de la tarde.

—Era la primera vez que yo remontaba la Sierra solo. En ocasiones anteriores siempre lo había hecho en compañía de mi tío Eligio. Ambos en sociedad nos dedicábamos a la compraventa de marranos; por lo cual subíamos regularmente a Loma donde comprábamos dos o tres puercos y regresábamos a revenderlos en Acayucan a don Macedonio Reyes y a don Juan Alcántara, entre otros afamados matanceros.
Pero esta vez mi tío no pudo hacer la caminata a la Sierra. Un fuerte catarro lo tenía postrado. Sin embargo, era tiempo ya de subir a Loma, así que me dijo: «Ve, sube a Loma de Sogotegoyo y compras allá dos o tres marranos. Si los animales son grandes te pedirán sesenta pesos por cada uno; regatea, pero… no, no se bajarán de ese precio; los serranos saben que eso es lo que vale un cochino grande. ¡Ellos son listos, más listos que nosotros!».
Entonces emprendí la jornada solo.

Eligio entró en Loma e inmediatamente compró tres marranos: dos capones grandes, negros, trompudos y de piel rugosa, y una cuina mediana, negra. Y, en efecto, pagó 60 pesos por cada uno de los primeros y 50 por la última.
Bien, pero… ¿cómo iba a poder arrearlos él solo por las catorce leguas que hay desde Loma hasta Acayucan? ¡No, no podría! ¡Necesitaba un ayudante! Contrató para ello ese mismo atardecer a Zenón Martínez, un muchacho nativo del lugar; era trigueño, gordito y chaparrón.
Pernoctó Eligio en un jacal (cerco de palos y techo de palma) de éste. En la madrugada, con el segundo canto de los gallos, como a eso de las 3, inició el regreso a Acayucan en compañía de Zenón. Entre los dos iban arreando los cochinos.
Pasaron El Aguacate, también municipio de Hueyapan de Ocampo, y llegaron al arroyo Michapan clareando el día, como a eso de las 5 y media. El agua de la corriente, a esa hora, parecía vivo hielo. «Para que no nos fuera a hacer daño, primero nos bañamos en sus orillas; después la vadeamos». El arroyo se abría paso entre piedras grandes y chicas, negras o pardas. Aunque ya era época de secas —transcurría abril de 1933— el caudal aún no había disminuido del todo. Pero Eligio y Zenón, conocían como la palma de sus manos el vado. «Cruzamos desnudos, completamente; cargando la ropa en los morrales de yute que cortos colgaban de nuestros hombros, por donde lo hondo apenas nos llegaba a medio muslo. Los animales atravesaron nadando, sin soltarlos de la cuerda».
En cuanto estuvieron del otro lado, vestidos nuevamente, subieron por el camino de Cuilonia. Era una cuesta tendida. Avanzaban a grandes pláticas, riendo de cuando en cuando. Acá arriba el camino no se metía en Cuilonia; sino que reptaba a las afueras de la ranchería entre el milperío. Repentinamente, adelantito de Cuilonia, toda aquella risa, toda esa alegría, terminó para ellos. También la plática como la risa y la alegría huyó asustada de sus bocas…
—Acabábamos de dejar atrás Cuilonia. Zenón caminaba delante de mí. Repentinamente, le saltó al paso una culebra voladora, en la orilla del camino, de entre las matas de maíz. ¡Uy, estaba bravísima! Era una culebra grande, larga, como de un metro y ochenta centímetros, y delgada. ¡Lo empezó a corretear cantidad!… ¡Que ya lo alcanzaba y no lo alcanzaba!... ¡No lo alcanzó!
Zenón, al ver que la culebra se le venía encima, echó a correr despavorido soltando los dos capones que arreaba. Éstos se abrieron a los lados, de modo que él pudo huir a lo largo de todo el sendero.
—Yo le gritaba: «¡Ora, párate, desenvaina el machetito y defiéndete de la culebra! ¡Párate!». Pero Zenón no me hacía caso, ni me oía; creo.
Ilustración: Obra gráfica basada en mitos y leyendas
mixtecos-zapotecos
. Emanuel Cárdenas Ramírez


Al contrario, Zenón corría, corría como perseguido por el diablo. No paraba. No escuchaba. Ni volteaba. La culebra, estampada de muchos colores, como vestido de mujer, se dio cuenta de que no lo iba a poder alcanzar; cejó en su intento, y regresó por donde vino. Encolerizada aún, se detuvo como a cinco metros antes de Eligio, erguida, siseando, con clara intención de atacarle. Eligio también se paró. La cuina que llevaba quedó entre el reptil y él. Eligio sintió temor pero, sacando valor del mismo miedo, se mantuve firme…
—“¡No voy a soltar mi cerda!”, pensé. ¡Gracias a Dios no me atacó!; en lugar de eso, se fue por el monte en redondo, así...
Levantó el sombrero y el tecomate que Zenón había tirado al huir y se los dio. Luego agarraron de las sogas los capones que ya andaban hozando por el campo.
Zenón, había quedado frío;  frío y chipujo. Así y todo, continuaron el camino. Dos horas más tarde éste ardía en calentura. Eran las 9 o las 10 de la mañana y el sol comenzaba a calentar.
Bajo unos arbustos, a orilla del camino, para mayor dato junto a un arroyuelo, Zenón y Eligio se detuvieron a descansar. El serrano, menguado por la fiebre, se acostó a dormir. Pero Eligio, presa del desasosiego, se sentó a cavilar. Tanto caviló, que un pesado sueño vino a apoderarse de su alma, confabulado con el arrullo de la corrientita de agua, que ya no pudo mantener abierto los ojos por más tiempo, así que también se acostó a dormir y un rato después lo hacía a pierna suelta.
—Cuando despertamos el sol estaba ya en el cenit. Quizá habíamos dormido dos o tres horas; no lo sabíamos con exactitud… en seguida reiniciamos apurados nuestros pasos.
Caminaban y caminaban… y seguían caminando. ¡Pero el camino no tenía fin! Parecía que en vez de acortarse se alargaba más. Y Zenón se quejaba mucho; no paraba de hacerlo.
—Yo le decía: «¡Aguántate! Los carros ‘durmienteros’ ya deben andar cerca. En cuanto encontremos uno le pediremos que nos lleve a Acayucan».
Allá adelante, a la derecha, se distinguían las luces de los candiles de Ixtagapa...
El sol se ocultaba ya, destiñendo el mundo, cuando lograron llegar a una tonga de durmientes[1].
—Zenón ya no quiso caminar. «Hasta aquí llego», me dijo. Amarró los dos capones a un poste, trepó a la tonga y se acomodó a dormir. Yo le supliqué que siguiéramos caminando, que adelantáramos, pero, por más que le dije y le rogué, no aceptó. Entonces me resigné. Había muchos durmientes, eso quería decir que los carros ‘durmienteros’ hasta por allí llegaban; sin embargo, no me quedó otra que hacer lo mismo que él: subir a la tonga.
«La tonga tenía como dos metros de alto. Eran las 8 de la noche, cuándo más. Nos dormimos. Al menos yo me quedé profundamente dormido. Al pronto, despierto y veo ya el resplandor del amanecer en el horizonte. Según yo…
Acto seguido descubro que a la izquierda, a la misma mano de la tonga, pero a treinta o cuarenta metros al fondo, hay un ranchito milpero, sin paredes, con el fogón encendido, que medio alumbra el lugar, y en torno al fogón veo siluetas de mujeres que cocinan y se entrecruzan, y hasta mis oídos llega el palmoteo con que hacen tortillas, así como las risas y el rumor de la plática que tienen… son mujeres que andan ya levantadas, y cocinan.
Entonces, comencé a sacudir a Zenón para levantarlo. “¡Vámonos, vámonos, ya está amaneciendo!”. “No, si no he dormido”. “¡Cómo que no has dormido, ya es tarde, vámonos!”.
Lo senté como pude, y ni sentado quiso pararse; se volvió a acostar. Yo le seguí diciendo: “Mira, esa gente ya se prepara para ir a su milpa. Ya va a amanecer”.
Zenón no me entendía. Estaba el hombre completamente aturdido o dolorido, o quién sabe qué es lo que tenía porque no quería caminar. Por último, opto por bajar, agarrar la cuina y enfilar yo solo».

Zenón, desde arriba de la tonga, mira extrañado cómo Eligio (delgado, de mediana estatura, que vestía pantalón de mezclilla y camisa de manga larga, al igual que Zenón) en lugar de seguir para Acayucan, volvía a la Sierra…
Entonces bajó apurado Zenón y corriendo lo alcanzó:
—¡Párate, párate! ¡Vas mal! ¡Vas mal! —le gritaba.
Y Eligio, sarcástico, le replicaba:
—¡No hombre!; el que está mal eres tú.
Zenón le dijo:
—¡Espera!, volvamos a la tonga y ahi verás que vas mal.
Regresaron. Dice Zenón:
—¿A qué tu mano taba la tonga cuando llegamos aquí?
—A la izquierda.
Y sí, así era.
—¿Y a qué tu mano la tenías como ibas hace un rato?
«¡Ah pues la tenía a mi derecha, porque regresaba yo a la Sierra!».
[Eligio recuerda ahora, con simpatía, ya anciano, esta ingeniosa forma con la que Zenón lo sacó de su error].
—¡Bueno! ya me convenciste. ¡Ahora vámonos!
Zenón, al fin, aceptó reemprender sin más pretexto el regreso a Acayucan.

—En los llanos de Acayucan, cerca del rancho Las Hojitas, abandonamos el camino que traíamos y nos metimos a la derecha por el Camino de la Carreta[2] por donde yo acostumbraba entrar o salir de Acayucan.
No había luna, pero en cambio había innumerables estrellas que acompañaban a los hombres.
Traspusieron el puente (madera y tablas) del arroyo El Arenal. En un lugar, bajando al arroyito Quita Calzón[3], ya en los montes de Acayucan, Eligio, con la lámpara de mano alumbró buscando a Zenón, que se le había adelantado, y lo vio allá abajo en el camino.
—¡Uh!... caminaba yo con mis ojos nuevos, sanos, limpios, como de gavilán; así, mirando a lo lejos, a unos treinta o cuarenta metros al fondo, traspasando la oscuridad…
Zenón avanzaba ya en el plan de allá abajo, dando pasos con sus guaraches, arreando los dos capones, a punto de cruzar el Quita Calzón; y Eligio venía acá arriba todavía, que llega a su vez al plan del fondo cuando Zenón ya iba repechando para las fincas de los Fonseca[4]; Eligio oyó entonces que allá arriba Zenón saludó a alguien (sin percibir claramente sus palabras); y concluyó: «Es gente que ya se dirige a su trabajo». Pero cuál no sería su sorpresa: ¡nadie se cruzó con él en el camino! Subió la cuesta, tras vadear El Quita Calzón, pegado a la finca de uno de sus tíos, arribando frente a la finca de otros tíos, llamada el Mangal de los Fonseca[5]; y por más que escudriñaba con el haz de la lámpara no encontraba a Zenón: había perdido al hombre. Apresuró el paso, preocupado, y lo buscó, y lo buscó, y lo buscó por el camino, desesperado, porque ¿por qué Zenón había desaparecido? ¿Dónde estaba? ¿Qué le había sucedido?
—Lo alcancé como a doscientos metros adelante del Mangal de los Fonseca, parado a la orilla derecha del camino, soplándose con el sombrero de palma, acalorado.

Zenón, no bien ve llegar a Eligio, le interroga:
—¿Qué, no te espantaron a ti?...
—¿A mí?, no. ¿Por qué?
—Ahi —explica trémulo Zenón— iba un siñor a caballo, bajando al arroyito Quita Calzón, y yo, pos yo subía pa acá; tonces yo… el jinete, al que le sonaban las espuelas, se abrió con su macho y yo lo saludé, le dije: «Güenos días tenga, siñor», pero él ni me contestó.
—¿Cómo que no te?...
—No, no me contestó… Tonce yo seguí mi camino, pero aluego voltié a buscarlo y ya no taba. A mí se me afiguró que era el «malo» y se me enchinó todo el cuero y al momento empezó a soplar un viento juerte que hasta zarandeaba las ramas de los árboles, y los capones con los pelos parados salieron corriendo camino adelante, casi arrastrándome. ¿Tú no lo topaste?
—No, conmigo nadie se cruzó.
—¡Ahi iba en la bajada el hombre montado en un animalote negro!, yo lo vi claramente en la oscuridá. Miré el bulto de los dos: el bulto de la bestia y el del jinete, haciéndose a un lado al encontrarse conmigo.

Eligio y Zenón continuaron avanzando; ahora en completo silencio, callados la boca.
Eligio venía intrigado: ¿por qué no ha amanecido aún? ¡Desde cuándo tenía que haber amanecido!, de acuerdo con las señales que él había descubierto en el horizonte, allá atrás, un poco acá de Ixtagapa, desde arriba de la tonga… Pero no amanecía. 
¿Qué horas eran ahorita?...
Al fin, Eligio y Zenón entraron al pueblo, por el Camino de la Carreta, por donde venían. Este camino pasaba enfrente de la finca Pereyra, por donde empezaban las primeras casas.
Atravesaron la primera callecita —la Gutiérrez Zamora—, que era apenas un sendero, y después la 5 de Mayo, y bajaron rumbo a la Guerrero y, a medio tramo, entre estas dos calles anteriores, por la orilla izquierda, llegaron al domicilio de Eligio. Era una casa de ladrillo y tejas, con corredor al frente[6], ubicada en el Camino de la Carreta; y lo primero, lo primerito para él, fue entrar y ver el reloj de pared… y, al hacerlo, quedó anonadado y boquiabierto, y no podía creer lo que sus ojos veían… ¡Eran las 4 de la madrugada! ¡Faltaba todavía mucho para el amanecer! ¿Qué es lo que había sucedido?... «Entonces, ¿a qué hora habíamos reanudado el camino a Acayucan al bajar de la tonga?»… La respuesta, un poco intuida, un poco calculada, lo colmó de grandísimo asombro: «En la medianoche». Eligio comprende: «La alborada que yo había contemplado horas antes, mirando desde arriba de la tonga, no había sido otra cosa que un encanto».
—Por eso Zenón me decía que no había dormido, y tenía mucha razón…
Eligio, por lo pronto, olvidó el asunto, pues estaban muy agotados, y Zenón aún tenía calentura. Los tíos y el abuelo de Eligio dormían a esa hora. Amarraron los tres cerdos a los arbustos del patio y entraron a dormir también.
Aquel mismo día, por la tarde, Eligio contó a su tío Eligio, desde el principio hasta el final y sin omitir detalles, toda esta asombrosa como verídica historia.

Cuando terminé el relato, mi tío, que me había oído atento y sin interrumpirme, sólo me dijo: «Ahora que subamos a la Sierra me vas a enseñar dónde está ese mentado rancho, ¿eh?»... (Mi tío Eligio, era el otro Eligio Fonseca en la familia, pero él se llamaba Eligio Fonseca Chareo, y yo soy Eligio Fonseca Vázquez. Éramos en total tres Eligio Fonseca: mi abuelo Eligio Fonseca Salazar, mi tío Eligio y yo).

A los tres días, ahí íbamos los dos Eligio: mi tío y yo, una vez más a la Sierra.
Llegamos a la tonga.
—¿Ésta es la tonga? —me preguntó mi tío.
—Mira, sí; ahí están todavía las huellas donde los cerdos anduvieron hozando.
—A ver, súbete.
Lo obedecí. Luego, parado sobre la tonga, con la mano derecha de visera, buscaba a un lado y a otro.
—¿Dónde, dónde está el rancho milpero? —me urgía mi tío allá abajo.
Pero… ¡nada!, no había ningún rancho a la redonda. Era una sabana enorme y silenciosa.
No había ni rastro de que ahí hubiera habido un ranchito milpero y menos mujeres cocinando. Sí, y ahora que reparo en ello, sólo había visto mujeres. ¿Qué había sido todo eso?... ¡Aquél sería el enigma que hasta el día de hoy no he podido desenmarañar!
Mi tío me rescató de mis propias elucubraciones como de un nuevo encantamiento:
—Ahí no hay ningún rancho —me dijo—. No, no hay nada. ¿Te convences? Cuando tú te apeaste de la tonga ya te habían dominado esas mujeres, las chanecas. Por él, Zenón, que te regresó, no te extraviaron. ¡No hombre!; adelante te hubieran desviado y metido en una brecha o quién sabe en dónde.

A mí me quisieron jugar las chanecas en la tonga; pero a Zenón, lo acabaron de fregar aquí llegando, después de pasar el arroyo Quita Calzón, ¡ehjjj! con ese otro espanto. Y nunca más —lo juró— volvería a caminar por ese lugar.

Aquella mañana le recibí a Zenón los capones, le pagué su jornal y se regresó a la Sierra; ¡pero por aquí! [don Eligio señala al frente de su actual domicilio, que comparte con su esposa doña Manuela Lajud Hipólito], por esta calle Moctezuma, con dirección al norte, que es el viejo camino de la Sierra, evitando el Camino de la Carreta y, sobre todo, el arroyo Quita Calzón.
¡Y, en efecto, no volvió a pasar por ahí; ni por todo el oro del mundo!



[1] Durmientes que cortaban ahí para la vía del tren que pasaba por la estación de Ojapa.

[2] Camino de la Carreta porque por ahí atravesaban el pueblo de Acayucan las carretas que bajaban de Los Andes trayendo café que beneficiaban allá, para llevarlo a la estación ferroviaria de Ojapa, a finales del siglo xix y principios del xx. El camino entraba por la hoy calle principal de la colonia Lombardo Toledano, Enríquez, Ruiz Flores y Lerdo.

[3] El Quita Calzón era la primera corriente que atravesaba el Camino de la Carreta al salir de Acayucan. Hoy queda entre las colonias Lombardo Toledano, La Maliche y la Chichihua, y cruza la calle principal de la Lombardo, antiguo Camino de la Carreta. En aquel entonces era de agua limpia. El origen del nombre lo registra la tradición oral que aún contaban muchos en 1980: los campesinos, que en su mayoría vestían calzón y camisa de manta, en la época de tormentas en que crecía el arroyito y se desbordaba, se quitaban el calzón y todo para vadearlo. Allí era entonces un lugar muy bajo, ahora hay un rústico puente de concreto y han rellenado.

[4] Las fincas de los Fonseca estaban situadas, una en la hoy entrada de la colonia Lombardo Toledano y de La Malinche, a la derecha del antiguo Camino de la Carreta; la otra, era el Mangal de los Fonseca.

[5] El Mangal de los Fonseca: actualmente, este terreno se ubica al norte y a la derecha e izquierda de la calle Juan de la Luz Enríquez, donde hace Y griega con la carretera costera.

[6] Esta casa aún se conserva, con pequeños cambios y otros propietarios.




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