En la fiesta titular de
Acayucan, Veracruz, cuyo día principal es el 11 de noviembre; en toda la semana
que demora y hasta mucho después, las calles de la ciudad se llenan de
algarabía y gritos:
—¡Ese
arriero tiene miedo! /¡Ese arriero no corretea!
O bien:
—¡Ese
arriero /calzón de cuero /mete la mano /y saca dinero!
O de este otro
modo:
—¡Ese
arriero mula /ni patea ni recula/ni me lleva pa Sayula!
O así:
—¡Ese
arriero pata peluda/si ves a tu hermana /me la saludas!
Entre otras
voces que se han impuesto al folklore. Estos «insultos» van dirigidos a los
integrantes de la danza de Arrieros y Morenos que recorren la ciudad de un lado
a otro, de cabo a punta, de barrio a barrio, de colonia a colonia, ofreciendo
el baile, que ejecutan frente a los domicilios, o en el patio de los mismos, a
cambio de una cuota.
Los
arrieros y el Torito reaccionan correteando a las muchachas, jóvenes y niños
que les dan ocasión para ello, y aunque no se los proporcionen, pegándoles de
chicotazos y corneándolos, si acaso los alcanzan. ¡Y es el alboroto de éstos
huyendo!
La danza está integrada así:
El director
y organizador del grupo se denomina coime.
Éste es el tamborero y dueño del instrumento de percusión.
Participan por tradición sólo hombres.
En las
primeras décadas del siglo XX el vestuario del arriero consistía en máscara de
madera, de chicale o de cuero curtido, que representaba rostro de hombre; un
sombrero de ala gacha, una boca manga de hule,
un par de polainas, un pedazo de mecate o una tira de cuero crudío, o un bejuco
de regular extensión y un palo corto.
El moreno,
por su parte se viste de mujer: para ello consigue prestado un vestido. Antes,
por los años 20, las buenas mozas tenían cierta rivalidad entre ellas por darle
a su novio el más bello vestido, nuevo y limpio, para que fuera el mejor
disfrazado.
Completa el atuendo con una máscara de uno, dos o varios colores agregados por
medio de costuras, y se pintaba encima de la máscara como lo hace una mujer que
se maquilla: los labios de rojo, y cejas y pestañas de negro, y para ello recurría
al lápiz tinta y carbón; luego se adornaba con un tocado confeccionado con un
sombrero arriscado cubierto primorosamente con papel de china, un espejito
circular en la parte frontal, y listones multicolores que le caían en coqueta
cascada; se colocaba imitaciones de pechos femeninos, medias aseguradas con
ligas anchas
y calzaban zapatillas de medio tacón, tenis o huaraches y, por último, llevaba
en la mano un palo adornado con algunos cintas. Éste podía ser, como en el caso
de los arrieros, de frutilla, limón, naranjo, o de pata de vaca, cuyo sonido al
entrechocarlo en la danza se oía lejos y bonito.
Los otros personajes
y elementos de la tradición lo constituyen el Torito y el Caballito, y, por
supuesto, el tambor.
El armazón
para hacer tanto el Torito como el Caballito es de caña de otate del llamado
verde porque del amarillo no sirve (se apolilla rápido). Para cubrir al
Caballito se usa satín y tusor de colores. Antes otros recursos para esto eran
el charmés y la tela de espejo que, lo mismo que el satín, eran de naturaleza
brillosa. El Caballito lleva también listones coloridos, espejuelos, cascabeles,
cola y no le falta el frenillo. Para cubrir al Torito se ocupa cuero, manta y
costales, cola de cuerda de ixtle, pintura y dos cuernos de toro. La estructura
de ambos representa sólo el cuerpo del animal, sin patas, vacío y con una
abertura amplia en el lomo y en la barriga por donde se meten los morenos, uno
en cada diseño, para poder levantarlos con las manos y traerlos en el trajín de
la representación.
El tambor es
grande, hasta de un metro de alto y se hace con un brazo de cedro de un buen
diámetro, que se le ahueca, y se le deja tres patitas, y se le coloca un cuero
de becerro porque de venado ya no se consigue en Acayucan. La piel se pone a
orear con cal y sal y cuando ya no apesta se lava y se seca y se restira mojada
sobre el tambor para que, cuando se seque, quede bien tensa. Los palitos
torneados para tocar el tambor se llaman «vaquetas» porque son hechos
principalmente de la planta «pata de vaca, aunque para ello a veces recurren al
palo de guaya, zapotillo o ventosilla». Pero
también les nombran bolillos o baquetas. Así es como los marimberos llaman a
los palitos con los que tocan, y los de Acayucan no son la excepción.
Los ancianos no parecen
coincidir en cuál era el primer día en el año en que el coime invocaba con su
tambor la participación del pueblo y, al mismo tiempo, comenzaba a anunciar que
la feria de San Martín Obispo y la danza se acercaban. Unos dicen que era el
primero de octubre, otros que el primer domingo de ese mes y hay quienes
aseguran que era el día dos del mismo.
Todo dependía del ánimo y arreglo del coime. Pero sea primero, domingo o 2, lo
cierto es que desde entonces se respiraba ambiente de feria. En alguna época,
que muchos recuerdan, la tradición los guiaba a la una de la mañana —otros
dicen a las cuatro— a la planta más alta de una de las torres de la parroquia y
ahí daban los primeros toques anunciando la festividad. El pueblo despertaba
con la noticia. En la misma madrugada también tocaban frente al Ayuntamiento y después
junto al mercado municipal, donde el patrón de una fonda les invitaba el café y
unas piezas de pan. Allí en el centro se topaban los dos tambores: el del
barrio San Diego y el de El Zapotal. Algunas veces de una vez se retaban y se
calaban, para saber quién tocaba mejor, más fuerte y sonoro. Las opiniones
hasta el día de hoy están divididas.
Por 1927, según
me informa el señor Tomás Moreno Ramírez, el tamborero de El Zapotal era Benito
Reyes y el de San Diego Sebastián Guillén.
A partir de
aquel primer día, cada tarde —desde las cinco o seis— escuchábanse en el ámbito
tranquilo del pueblo los latidos del tambor. Provenían del patio de la casa del
coime. Allí empezaban a reunirse los futuros arrieros y morenos para preparar
sus enseres y ensayar la danza. Tocaba el tamborero de un barrio y le respondía el del otro.
Tenían una percusión especial para retarse, fuerte y claro. Y así el uno iba al
encuentro del otro, sin dejar de tocar por las calles, atrayéndose de este modo;
hasta tenerse en un crucero, en el parque o por el mercado, frente a frente.
Dispuestos a darse una calada. Cada uno traía su palomilla, que le echaba vivas
a éste y burlas al otro. Así que aquello se convertía en una tremenda trifulca
imprevisible. Había golpeados. Salían a relucir los cuchillos y alguno dañaba
el cuero del tambor antagónico, haciéndolo trizas. Y había casos en que
despedazaban los dos tambores, como el sucedido en una ocasión en la esquina de
5 de mayo y Aquiles Serdán. Para esto, cada coime ya tenía otro tambor de
repuesto.
Cada domingo, además, éstos recorrían las calles, y en cada esquina se
paraban a tocar el tambor y, para variar, una vez más se retaban. El anuncio
terminaba en la víspera, como se acostumbra hoy.
El baile de los Arrieros y
Morenos únicamente salía el 11 y el 13 de noviembre y de ahí volvía a exhibirse
el 12 de diciembre, día de la Guadalupe.
El 11 le
tocaba aparecer al grupo de los Arrieros y Morenos de El Zapotal. La primera
danza de éste era ejecutada en el atrio de la parroquia San Martín Obispo a la
salida de misa en honor del santo patrono, a las doce de la mañana, en medio de
los estampidos de los cohetes de varilla; después iban a hacer lo mismo frente al
palacio municipal, y de ahí se volcaban por las calles a ofrecer la danza al
pueblo. Todo esto porque los arrieros del barrio El Zapotal eran los arrieros
de San Martín, los arrieros Inditos o Sin Razón.
El 13 estaba
apartado para los Arrieros y Morenos del barrio San Diego. Éstos eran los
arrieros del santo San Diego, los de Razón.
Ellos hacían el mismo ritual: ofrendaban la primera danza a la vista de la
Parroquia San Martín a la salida de misa dedicada, este día, a San Diego,
entre las detonaciones de los cohetes de varilla; en seguida bailaban igualmente
ante el Ayuntamiento, y acto continuo tomaban las calles para ofrecer la danza.
El baile
era así:
El toque del tambor llamaba a los integrantes para bailar. Seguía un doble
toque para iniciar. Bailaban al compás del tambor, que toca
el coime a un lado de los
danzantes; sin disfraz, vestido normalmente. Los
danzantes, en
número variable de parejas de arriero con moreno o moreno con moreno, cuando había
más morenos que arrieros, inician el baile
entrechocando los palos, y haciendo un círculo. Después a un cambio del sonido
del tambor se hacen para atrás bajando el palo y medio inclinándose y gritando
«Aaaaaaah» y luego siguen entrechocando los palos hasta que, a otra señal del
tambor, llega el Torito que andaba por allá o lo va a traer el Caballito y las
parejas de arriero con moreno «dejan» de bailar. El Torito, es un animal
salvaje y arremete contra todos. Pretende herir a cornadas. Levanta el polvo
del suelo con sus filosas astas y sus «pezuñas». Finalmente el Torito sucumbe a los reatazos que le dan los arrieros y
cuando el Caballito le da una «estocada» con el palo entre el espacio libre del
armazón y el moreno que lo carga, cayendo muerto. Todos aclaman y vitorean al
vencedor. Así termina la danza.
El Caballito
es el que va ofreciendo la danza.
El 12 de
diciembre, día de la Virgen de la Guadalupe, no aparecían los mismos arrieros y
morenos que ya hemos señalado, sino que en esta ocasión les tocaba participar solamente
a los Arrieritos y Morenitos,
que también bailaban en el atrio del templo católico. Éste era el último día de
aparición de la danza. Para
volver a verla había que esperar todo un año la siguiente feria, lo cual era
parte de la tradición y lo que le daba sabor.
Pero aconteció que a mediados de los 20 dejaron de aparecer los
arrieritos y morenitos. Entonces los reemplazaron los dos grupos de arrieros de
adultos. Éstos, más tarde, ampliaron su actuación y también empezaron a salir
cada domingo desde la víspera hasta el 12 de diciembre. Este era el último día
de su exhibición en el año. Así es como ha llegado esta tradición hasta principios
de los 90.
En las primeras décadas del
siglo, según me cuenta don Eligio Fonseca Vázquez, los arrieros no golpeaban a
los curiosos ni éstos le lanzaban las provocaciones que escuchamos hoy. Los
gritos que más se repetían eran:
—¡Ése
Torito!
—¡Ahí viene
ese Torito!
Y el Torito
los perseguía, los acorralaba y no pasaba de asustarlos corneando el suelo. Los
arrieros —dice Eligio— no participaban en esto último. Sin embargo, otros recuerdan
que únicamente, lo mismo que el Torito, azotaban con el chicote el suelo a los
lados del espectador.
Entonces en
la curiosa tradición que referimos tomaban parte sólo estos dos barrios: El
Zapotal y San Diego.
Con el paso
de los años, agregáronse otros.
Y la danza sufrió cambios, quizá como ya en los siglos que lleva de existencia
ha tenido alguno en el pasado, aunque con toda seguridad no tan marcado como
los actuales.
Los
arrieros y morenos de los distintos barrios se dieron a la costumbre de retarse
en donde se toparan, sobre todo cuando un grupo de un barrio invadía al del
otro, que era siempre por la circunstancia de que salían los mismos días,
resultando algo grande entre ellos:
—¡A dónde
estabas cuando la rabia! —y se agarraban a chicotazos sobre las espaldas. Para
aguantar, algunos se ponían sobre las espaldas capas de costales de yute,
debajo del capote.
Por ello,
ahora, se dice: «Antes no se llevaban los arrieros y morenos de la Palma con
los de El Zapotal, o Villalta, o San Diego; no se llevaban entre ellos. Y había
peleas».
Afortunadamente,
con el correr del tiempo, las diferencias se borraron y quedaron atrás.
El origen de la danza data de
la época de la Colonia. Es la más antigua de Acayucan y la única que ha
sobrevivido. Por algo será. Por su vestuario y por el baile parece ser una
parodia que rememora en pintoresca tradición a aquellos señores arrieros
comerciantes que surgieron después de la conquista de México por los españoles.
Concordando con esto, don Antonio Rodríguez Palma —que fue administrador de
correo y telégrafo— contaba a sus hijos e hijas, entre ellos a la ahora
educadora Concepción Rodríguez de Arvea, que los arrieros y morenos representan
a los arrieros que con sus recuas de mulas recorrían el país y la región
comerciando. Acontecía que, en los caminos y los campos o en las llanuras y los
montes, los toros bravos en los que había no pocos cimarrones les cerraban el
paso y ellos tenían que ahuyentarlos o defenderse de sus ataques con los palos
y los chicotes de cuero crudío que nunca faltaban en sus manos. Pero los
arrieros no eran los únicos que pasaban por estos peligros, sino también los
viajeros y cualquier persona —hombre o mujer— que por necesidad transitaran por
estas rutas agrestes. Por ello tenemos que el arriero marca la presencia del
hombre y el moreno, la de la mujer. La integración de la parte femenina, en
esta forma u en otra, aún pervive en las danzas de México.
Los arrieros y morenos son
muestra del colorido y variedad del acervo histórico y cultural de esta tierra,
además de ser el mayor atractivo de la feria San Martín Obispo, nuestro santo
patrono.
Los niños y
los jóvenes y hasta una gran parte de la población adulta, se contagian de la
algarabía. Los niños los imitan y los ancianos evocan sus años mozos en la
fiesta principal del pueblo.
No
obstante, los mismos arrieros y morenos están distorsionando su vestuario y el
hábito de la tradición desde hace más de cuarenta años. Hoy se cubren con
máscaras de luchadores —el Santo, Mil Máscaras, el Rayo de Jalisco, etcétera, y
otras monstruosidades—,
les hace falta las polainas y algunos se atreven a usar cables de instalaciones
eléctricas supliendo con éstos la cuerda o la tira de cuero crudío. Los morenos
no usan el tocado cubierto con papel de china y listones colgantes. Se les
olvida aderezarse bien la máscara y el vestido, de manera femenina, y se llega
a ver a algunos trayendo asimismo máscaras de luchadores. Y ahora uno de los
grupos aparece con sus danzantes desde antes de noviembre y termina —sin
ninguna interrupción— hasta enero o febrero del año siguiente.
Pero
debemos reconocer que falta apoyo de las autoridades,
además de una especie de patronato para el rescate de la verdadera imagen de la
danza.
Gabriel
González Domínguez, mejor conocido como Chambrú, es uno de los pocos coimes que
quedan y podemos decir con justicia que el único que ejerce su arte sin
paréntesis. Gracias a su entusiasmo y gusto por esto la colorida danza de los
Arrieros y Morenos no ha desaparecido. Él mismo, ayudado por sus compañeros,
elabora preciosamente el Torito y el Caballito. Chambrú es, por sí mismo, una
tradición.
La danza de los arrieros y los
morenos también la vemos en el folklor de dos pueblos vecinos: Oluta y
Texistepec. Pero con la observación de que en este último lugar, donde la
nombran los morenos, se halla totalmente deformada, e ignoro el estado que
guarda en el primero.
Aquí en Acayucan, la danza
—rememorada por los ancianos— en algunos aspectos padece aparentes faltas de
coincidencias; pero a la luz del análisis más que contradicciones vienen a ser
matices de la misma tradición. No podemos pedir que los actos humanos sean meramente
maquinales. Para mayor claridad, anotaré en seguida las variaciones de más
relieve:
Algunos de
mis informantes aseguran que a comienzos de octubre los coimes empezaban a
tocar los tambores en los barrios, frente a sus propios domicilios: a la una o
cuatro de la madrugada, para comenzar a anunciar que se acercaba la feria. Luego
iban a tocar en una planta alta del campanario, o al pie de él, o frente a la
iglesia.
A
principios de los 20, la víspera y el 11 de noviembre aparecía el grupo de los
arrieros y morenos del barrio El Zapotal. El grupo de San Diego, el 12 y el 13.
Después todos dejaban de exhibirse. El 12 de diciembre volvía la danza, pero
ahora sólo participaba el grupo de los Arrieritos y Morenitos. Así me relató
Tomás Moreno Ramírez, nacido en 1902.
Luciano
Soto, nacido en 1908, y su hermano Joel, nacido en 1905, me relataron: «Cuando
éramos chamacos, el 10 y el 11 de noviembre salían los arrieros Indios, o Inditos, los de Sin Razón, los de San Martín Obispo, que eran del barrio
Zapotal. El 12 y el 13 aparecían todos: los de Razón y los de sin Razón. Los
arrieros de Razón eran los del barrio San Diego, del santo San diego. Hasta
aquí, en lo que toca a este mes, dejaba de salir el baile. Volvía la danza el 9
de diciembre, en que se exhibían sólo los de Razón. El 12 de ese mes, día en que se festeja a la Virgen de Guadalupe, salían
todos, los dos grupos» [Esto quizá cuando ya habían dejado de aparecer en ese día los arrieritos y morenitos].
«Entre 1915
y 1930 los grupos de esta danza estaban compuesto por más de treinta morenos y
sólo tres o cuatro arrieros, cinco arrieros cuando mucho —relataba Eligio
Fonseca, nacido en 1908—. Por ello, en la feria de San Martín Obispo salía la
danza de los Morenos (no de los Arrieros)». Todavía en los 40, algunos grupos
se componían de esta manera. Por eso, aún en los 80, como reminiscencia de aquello,
se le solía llamar indistintamente el baile o la danza de los morenos o de los
arrieros. Y el público venía a la feria a ver la danza de los Morenos, no de
los arrieros.
«Pero por
1935 —agrega Eligio— empezaron a aparecer más arrieros que morenos para poder
defenderse, debido a que un grupo de jóvenes del centro, hijos de los «caciques» (como calificaban a los notables del centro), había adquirido el
hábito de agarrar a limonazos a los integrantes de la danza para provocarlos.
Los arrieros entonces procedieron a corretearlos y a tratar de pegarles con el
mecate».
Había
también la costumbre de hacerle albas a San Martín Obispo, el santo patrón,
desde tres días antes del 11, para terminar en ese día principal, el más grande de la feria. Éstas eran llevadas a cabo a partir
de las cuatro o cinco de la madrugada. Acudían para ello al templo con tres
tambores del barrio la Palma: uno grande, uno chico y uno mediano, y una flauta
de carrizo, que se le oía gemir desde las tres por las calles. En estas albas
también participaban las jaranas y el tambor de los arrieros de El Zapotal, y algunas
veces la marimba.
Ésta es una aproximación a la
historia de la danza de los arrieros y morenos de Acayucan, con la ayuda de
nuestra tradición oral y la observación propia, en lo que atañe a nuestro siglo XX.
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CHAMBRÚ. FOTO: REGINALDO CANSECO |
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Los arrieros y morenos danzando. Foto: Chavelo |
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Chavelo y su grupo visitan a Benito Reyes |
Los
arrieros y morenos salen de la raíz del pueblo (Reginaldo Canseco Pérez. Diario del sur, 25 de noviembre de 1982). Benito Reyes Pérez, coime del barrio El
Zapotal desde fines de los veinte hasta principios de los sesenta, era campesino
y jornalero; Gabriel González Domínguez, Chambrú,
coime de La Palma desde mediados de los cincuenta hasta mediados de los noventa,
era peón y artesano; Juan Hipólito Ramón, Juan
Chocho, coime en El Tamarindo, era matancero de cerdo; otros integrantes de
este baile eran maestros albañiles o ayudantes, sastres, zapateros remendón, o comerciantes. La tradición, por
otro lado, marca que únicamente participan en la danza hombres, pero se sabe que
algunas mujeres llegaron a formar parte de un grupo, ya como arrieros, ya como
morenos, a finales de la primera mitad del siglo XX. El número de integrantes
de esta danza es variable. Benito Reyes Pérez, me comentó que en los últimos
tiempos él llegó a sacar hasta treinta y cinco danzantes, entre arrieros y
morenos.
interesante :v
ResponderEliminarSoy hijo de chabelo ami me toco bailar el caballito por muchos años
EliminarRecuerdos muy bonito de mi pueblo lejos de el pero lo recuerdo nativo de este rinconcito veracruzano
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